Escribo estas líneas mientras un can combativo mordisquea los bajos de mis pantalones. El cachorro --cachorra, más bien--, se llama Vilma, y es una delicatessen de menos de dos meses, un regalo post-navideño, cortesía de mi sobrino Flavio . La cachorra, de raza bulldog francés, lleva con nosotros veinticuatro horas, pero ya se ha hecho notar. Veinticuatro horas en la que hemos servido a sus necesidades con alegre sumisión. La noche ha sido larga y dura, pero hemos sobrevivido. Al principio opté por dejarla en la cocina, pero el --digámoslo así-- síndrome del conde de Montecristo fue superior a su sensibilidad canina. Cansado de escucharla gimotear como un bebé, llevé su cuna a la habitación. Tampoco hubo éxito: como la cama es de tipo zen --situada casi a ras del suelo--, Vilma se subía a ella insistentemente para que yo le hiciera las veces de almohadón. Al final opté por dormir en el sofá del salón, un lugar que me permitió vigilarla de cerca y al mismo tiempo desde lo alto. Así que he dormido cuando lo hacía ella: poco y mal. Para tratar de conciliar el sueño retomé la lectura de El doctor Zhivago , pero Vilma no dejaba de husmear --con desagrado-- el libro. Y, por si fuera poco, desde que ha descubierto lo divertido que es bailar con la fregona cuando recojo sus orines no deja de hacer pis por toda la casa.

Los próximos meses van a ser duros: está por ver si seremos capaces de hacer de ella una señorita educada o si, por el contrario, nos va a convertir en esclavos de sus caprichos. El éxito de nuestra relación estará en hacernos fuertes y no dejarnos encandilar demasiado por su encanto canino.