Esto está cambiando. Probablemente nunca nada dejó de cambiar, pero ahora, en este tiempo presente, las mutaciones se aceleran. También a la hora de comer en la calle; hoy conviven fórmulas magistrales de antaño con sorprendentes nuevas propuestas. Y es grato que así sea. Para todos hay sitio al sol. Nada de lo que forma eso que a veces llamamos «lo nuestro» debe perderse, pero tampoco debemos decir no a nada de lo excelente que nos va llegando.

Ha aparecido en nuestra geografía un tipo de restaurante como salido del catálogo de Ikea. De hecho, por un momento, pudiera ser el trampantojo de uno de esos apartamentos que montan en el local de ventas de la firma vikinga. Todo tan sueco, todo tan limpio, que, por un momento, uno desearía ser rubio. Pero aunque no se sea rubio, puedes entrar. Y disfrutar de que todo es nuevo, de que no hay manteles sino cubitos con hierbas de plástico en la mesa y paredes forradas de las mismas hierbas de plástico. Supongo, es un suponer, y tomando como fundamento para tal augurio los años que llevo viendo pasar cadáveres, que en pocos años la falsía de los azulezos hidráulicos resultará tan demodé como los azulejos sicodélicos que orlaban los cuartos de baño de media España allá por los setenta. Todo se andará. Pero, mientras tanto, disfruten.

Tataki de atún.

Disfruten de Viró, por ejemplo. En Guijuelo. Si se viaja al este o al oeste se dice que se va. Si se viaja al norte o al sur se dice que se sube o que se baja. A Guijuelo los extremeños subimos. Y ahora también podemos decir que paramos a comer en uno de esos gastrobares de los que les hablo. Gastrobar, porque lo nuevo requiere de su propio nombre para existir.

Les encantará parar y disfrutar de este simpático restaurante. Junto al ayuntamiento y con un parking a escasos metros. Llegar, pisar la plaza del pueblo y, en un recodo, Viró. Entre los trigales verdes (venta de ibéricos) una amapola (Viró). Lindo por fuera y por dentro. Pequeño. La barra y el comedor. Moderno. La cocina medio a la vista. Los camareros uniformados con galas de estreno. Luminoso.

Pan bao de panceta.

Fuera anuncian un menú de once euros. No debe ser mala opción visto lo que ví, pero por ser domingo no lo servían. En ese menú, entre otros, platos tan apetecibles como gazpacho de fresón o bacalao con mayonesa de curry y ajonegro o, ahí es nada, pastel japonés. Todo por esos once euros y en un local de estreno.

Que es gente formada y de buen gusto salta a la vista. Nada de impertinentes churretes de vinagre de Módena, ni queso de rulo a mansalva. Una carta en la que casi todo se puede tapear. Una manera informal de comer y probar a la vez. Mucha cocina oriental; ya saben la mezcla perfecta de los tiempos presentes: muebles suecos y platos orientales. Y sin embargo, pese a todo, y como una muestra racial inabatible, en una mesa contigua a la mía destelleaba una soberbia ración de jeta de cerdo.

Tres platos y postre por menos de treinta euros. No hubo plato malo. Todos cumplieron. De primero, morcilla con foie y frutos rojos; no es que fuera la morcilla de Sotopalacios que me tiene enamorado desde tiempos inmemoriales, pero fue una agradable y sabrosa obertura. Luego, en un campo minado de referencias orientales, me estalló un pan bao de panceta y gambas. Me gusta el bao, ese bocadillito japonés de pan dulce. Y me gustó el que sirve Viró. Tataki de atún como plato fuerte, bien pero sin cohetería. Y, de postre, un coulant de chocolate con helado de norecuerdomuybienqué.

Salí contento, satisfecho, es verdad que no bebí mi copita de vino de siempre, pero tenía que continuar viaje al norte, continuar subiendo. Pero ahora sé que, suba o baje, en Guijuelo, Viró.