TLtos años que pasé en un colegio regido por religiosos me permitieron conocer al dedillo cada una de las frases de la misa. Los hermanos --así los llamábamos-- hablaban con frecuencia de aquellos votos de pobreza, castidad y obediencia que habían prometido. La pobreza y la obediencia fueron conceptos inteligibles desde el día de la primera comunión, pero lo de la castidad no lográbamos adivinar qué era. Fuimos creciendo, un repetidor se atrevió a preguntarlo, y nos respondieron que era el compromiso de no casarse para entregar ese esfuerzo a los demás. Algunos de aquellos religiosos que conocí eran unas personas excelentes, pero faltaría a la verdad si ocultase que en aquel colegio de élite de una capital extremeña vi crueldad, clasismo, humillaciones y algún que otro exceso violento. Hoy las sotanas de muchos países están bajo sospecha y algunos periodistas se han extrañado de que los abusos clericales se hayan producido con más frecuencia en Alemania o Estados Unidos que en un país como España, donde la educación estuvo durante muchos años en manos de instituciones religiosas. No nos engañemos: preguntas a tu alrededor y no es fácil encontrar algún caso perdido en la memoria, de esos que ocurrían y siempre se ocultaban. Ratzinger sabe que el celibato sacerdotal no surge de un mandato divino sino de una necesidad económica de la iglesia para que sus ministros no tuvieran descendencia legítima y atomizaran sus imperios. Hoy el pontífice puede optar por hacerse el paranoico y creer que todo es una conjura, o acabar con un voto de castidad que ha servido de refugio para más de un depravado infame.