TAt estas alturas del verano, la mujer que se ha comido a la dueña de la casa la mira desafiante al otro lado del espejo, con los brazos en jarras. Qué pasa, parece decirle, qué esperabas encontrar después de un mes sin cuidarte. Pues eso, he aquí lo que tienes.

Se frota los ojos pero la imagen sigue allí, casi saliéndose del azogue. Ya se había acostumbrado un poco a las lorzas, a ser bajita, y a estar achatada en el lado polar, como la tierra, pero lo que tiene delante son palabras mayores, el resultado de treinta y un días de excesos.

Desde luego, se ve que la mujer tiene buena cara, lustrosa, que está de buen año, vamos. Ojos brillantes, mejillas de manzana, una sonrisa de satisfacción que ha tenido pocas veces. La piel doradita, como vainilla y chocolate, tirante sobre la barriga que hace windsurf sobre la cremallera. Lo malo es la salud, el colesterol y el azúcar, eso en lo que no se piensa en verano.

Otra vez a régimen, piensa, aburrida ya en medio del calor forastero de este septiembre robado. Otra vez todos a régimen, porque ha visto a sus amigos y andan poco más o menos, todos los años igual, y eso que han estado comentando lo de que ya hay más obesos que desnutridos, casi el doble, y que la obesidad será la enfermedad del futuro cercano. Y que muere más gente de hartura que de hambre.

Qué mundo, piensa mientras ajusta la hora del despertador para mañana. Qué extraño todo. Y la invade una pereza enorme, casi pegajosa, una ansiedad muy parecida a un hambre insaciable que no se colmará a las siete, cuando despierte otra vez al mundo loco y urgente del que ha pretendido escapar durante un mes.