TLto malo de escribir los jueves es que los lunes siempre llevan ventaja, y a veces, Javier Figueiredo escribe lo que yo hubiera querido ofrecer tres días más tarde. Un recurso que podría usar, sobre todo ahora que está tan de moda la optimización de recursos, sería presentar una columna que dijera simplemente: "y yo también". O yo más, como los niños. O si quieren saber mi opinión, acudan al lunes. Esta semana Javier hablaba de monstruos, de los etiquetados y los sin etiquetar, de los que asumimos como normales y de los que nos espantan precisamente por su normalidad, del carcelero austriaco, del ejército israelí y los niños asesinados mientras desayunaban, colocados para la última fotografía con la inmovilidad espantosa de la muerte. Me gustaría ser vaga y decir que no tengo nada más certero que añadir, pero las fotos me impulsan a explicarles algo. Miedo, eso es lo que provocan estos monstruos, no repugnancia, ni asco. Miedo, en estado puro. La burbuja del Primer mundo en la que vivimos no es suficiente. El horror está dentro de nosotros, en los países civilizados, por más que pretendamos dejarlo fuera. Todo depende de la probabilidad, nacer o no en Palestina, tener un padre loco, vivir en un país a merced del tifón, cosas que escapan a la lógica, que no elegimos. No estamos seguros nunca, vivimos porque la probabilidad incontrolable nos salva golpeando en otro sitio, mientras nos recuerda que podría atacarnos a nosotros. Somos seres de paso en un mundo caprichoso. Qué difícil y qué duro soportarlo. Menos mal que los monstruos son pocos y viven en los cuentos. O no, pero qué reconfortante resulta pensarlo.