TUtna mosca anda atrapada en el cristal de mi ventana. Mientras escribo estas líneas aún no sé si pretende entrar o salir. Si fuera más lista vería que el zócalo está sembrado de los cadáveres de otras que le precedieron. Pero ni caso. Es como si el sumo pontífice de las moscas le hubiera convencido de que basta cruzar esa barrera invisible para alcanzar el paraíso. A veces se detiene y me mira, y hasta creo ver en sus ojos un punto de lástima, como si pensara que el atrapado soy yo. Pero yo lo único que pienso es que mañana se cumplen sesenta y cuatro años del lanzamiento de la bomba atómica sobre Nagasaki. Tres días antes había caído otra sobre Hiroshima. Hay un cuento que habla de esto. De un tipo que sobrevivió a la bomba de Hiroshima. Aturdido, horrorizado, pero a salvo, lo primero que pensó fue en su mujer y en sus hijos, que tras el divorcio vivían en otra ciudad. Tenía que ir a verlos. Pero la explosión dejó Hiroshima incomunicada. Nada de trenes ni carreteras. Un caos. Aunque eso a él le daba igual, iría caminando. Después de todo, sólo estaban a tres días de camino. En Nagasaki. Viene esto a cuento porque ahora andan las naciones poderosas rindiendo tributo a aquella gente que murió sin saber de dónde les venía la muerte. Están hablando entre copa y copa de poner fin a la carrera atómica, una vez que ellas se han armado hasta las cejas. Pero Irán y Corea, y tantas otras, no van a bajarse por las buenas del único carro que conocen hacia la modernidad. A fin de cuentas, somos como la mosca de mi ventana. Nos asomamos al zócalo de la historia y lo vemos gratinado de cadáveres, alicatado de dolor y sufrimiento, pero como si nada. A lo nuestro: de bruces una y mil veces contra ese muro invisible que nos impide ser verdaderos seres civilizados.