Juan Pablo II dio ayer su último paseo por la plaza de San Pedro, la plaza en la que en los 26 años de pontificado recibió el calor y la veneración de millones de fieles venidos de todo el mundo y en donde también una bala intentó acabar con su vida. El escenario era el mismo pero el ambiente era muy distinto.

El cuerpo del Papa llevado a hombros por 12 ayudantes cerraba una larga procesión que se inició puntualmente a las 5 de la tarde en la Sala Clementina, donde había sido instalado desde el sábado, y pasó por distintas salas vaticanas hasta llegar a la Escala Regia, la imponente escalera que desciende hasta el Portón de Bronce, la entrada noble del Vaticano, a la derecha de la columnata de Bernini, ya en la plaza.

Desde allí, la procesión, encabezada por decenas de sacerdotes a los que seguían los cardenales y el camarlengo, Martínez Somalo, cruzó parte de la plaza y se dirigió a la escalinata para entrar en la basílica por la puerta central que había sido recubierta con un cortinaje de terciopelo rojo, el mismo color que vestía el papa y con el que estaba cubierto el catafalco.

El Papa hizo este penúltimo recorrido por el Vaticano --el último será el viernes por la mañana, cuando el féretro será trasladado a la cripta de la basílica tras la ceremonia de las exequias-- acompañado del canto sobrio pero solemne de las letanías dedicadas a todos los santos y del tañer de las campanas.

Inmortalizado

En la plaza le esperaban miles de peregrinos, algunos de los cuales se habían empezado a congregar a las 10 de la mañana para darle el último adiós. La aparición del cortejo fúnebre fue saludada por la multitud con una salva de aplausos y con numerosos brazos alzados con un móvil en la mano con el deseo de inmortalizar en una fotografía aquel momento histórico.

"Es indescriptible la sensación que se tiene viéndolo a pocos metros. La espera ha valido la pena", señaló un ciudadano austriaco. "Este es un momento que perdurará toda nuestra vida", añadió junto a él una joven pareja italiana.

En la plaza no ondeaban las tradicionales banderas de distintos países que siempre saludaban a Juan Pablo II Las pocas que había eran polacas, con un lazo negro. Tampoco había la habitual profusión de pancartas con mensajes de cariño, ni se vio un mar de pañuelos agitados. Sí había emoción, mayor o menor según lo cerca o lejos que estaban los fieles.

Mientras duró la procesión y se desarrolló la posterior Liturgia de la Palabra, que presidió el camarlengo, sólo los invitados pudieron entrar en el templo.

Estaba previsto que la basílica abriera las puertas a las nueve de la noche para que los fieles visitaran la capilla ardiente. pero ante la multitud que se había congregado en la Via della Concilliazione, la amplia avenida que conduce a la plaza de San Pedro, y ante sus protestas pacíficas en forma de aplausos cadenciosos, Protección Civil recomendó adelantar la entrada. Se hizo a las ocho de la tarde.

200.00 personas

Los primeros cálculos aseguraban que habían llegado unas 200.000 personas y que la larga cola para llegar a San Pedro alcanzaba el kilómetro. "He despedido a tres papas antes de ahora, a Juan XXII, Pablo VI y Juan Pablo I, pero nunca había visto algo así, la multitud nunca superaba el recinto de la plaza", explicaba un anciano pero enérgico religioso que ha trabajado muchos años en los dicasterios de la Curia vaticana.

La multitud que pacientemente esperaba a moverse en aquella riada humana era muy variopinta, pero ayer era todavía muy italiana, como un grupo de Castellamare di Stabbia (Nápoles) que aprovechó la larga espera para escuchar con verdadera atención a una religiosa misionera carmelita que, con el último libro de Juan Pablo II, Memorie e identit en una mano, y un móvil en la otra, hizo una extraordinariamente bien argumentada disquisición sobre la teología cristiana y la teología marxista. "La Iglesia no sabe lo que se pierde al negarse a ordenar a mujeres", se oyó decir detrás de la religiosa.

Un viaje inolvidable

Turistas los había de muchos sitios, como tres chicas de Ponferrada que llegaron a Roma justo cuando se anunció la muerte del Papa y que no querían irse sin visitar la basílica y de paso decirle adiós a Juan Pablo II. O el abuelo neozelandés que viaja acompañado de dos nietos adolescentes a los que regaló este viaje a Europa sin imaginar que sería un viaje inolvidable.

Los grupos que más destacaban eran los de religiosas, en su mayoría de origen oriental, que eran además quienes más emocionadas estaban.

No obstante, había un momento de emoción compartida. Cuando se llegaba a la plaza, todas las miradas se dirigían a la ventana, ahora cerrada, desde la que Wojtyla ya no rezará el Angelus ni se dirigirá al mundo.

Estaba previsto que la capilla ardiente permaneciera abierta casi toda la noche, excepto de dos a cinco de la mañana, para que nadie pudiera quedarse sin decirle adiós al Papa.