Cuando ETA proclamó la tregua indefinida, muchos estuvimos dispuestos a aceptar que, por fin, se encontraba un lenguaje común: el cese indefinido de acciones violentas para sembrar terror nos permitió pensar que podíamos encontrar un terreno común de diálogo, aunque plagado de dificultades.

ETA nos ha sacado de nuestra equivocación: si nosotros entendimos una cosa, ella pensaba en otra. El Estado de derecho pensaba que ETA estaba dispuesta a entrar en la lógica democrática, en la que no vale lo que uno cree poder exigir, sino la limitación de las exigencias propias aceptando reglas que posibilitan la convivencia a pesar de tener ideas, deseos y proyectos distintos.

ETA pensaba, por lo que vemos de su declaración de ruptura del alto el fuego, que el Estado estaba dispuesto, a cambio del cese de la violencia, a suspender las reglas de juego que garantizan la libertad democrática. Es más: probablemente llegó a creer que la vinculación de pacificación y normalización le garantizaba la suspensión de esas reglas. El peso del Estado de derecho, la realidad democrática, le ha puesto a ETA de manifiesto que su esperanza no puede ser satisfecha nunca.

Y volvemos al comienzo. En el comunicado ETA se refiere a que no se dan las condiciones democráticas para el proceso de negociación. La referencia a la presencia imposibilitada de Batasuna en las elecciones es una excusa. El escollo real es la existencia de una legalidad y de una legitimidad democráticas: Constitución y Estatuto. Es más: el verdadero escollo para ETA es la existencia misma de la sociedad vasca real: una sociedad compleja en su sentimiento de pertenencia, en su sentimiento de ser vasca, una sociedad plural, compleja, no homogénea, irreductible a la idea simple de sociedad vasca que maneja ETA y que se reduce a la idea de que ella, ETA, es la conciencia subjetiva verdadera de lo que son la historia y el pueblo vascos.

Por eso: no hay nada que hacer. Solo la derrota de ETA garantiza la libertad de los vascos y el diálogo con ella.