Lamentablemente, en los últimos años, los españoles nos hemos acostumbrado al disenso en la política exterior, con posiciones muy distintas en función del partido gobernante. El actual presidente ya rompió el consenso cuando estaba en la oposición, en relación con la posición que España debía mantener con Marruecos, visitando al rey de ese país, en contra de la opinión del Gobierno y con el embajador alauí llamado a consultas. También confundiendo el respeto que merecen los símbolos de un país amigo y aliado con las discrepancias concretas que pudieran producirse en un momento dado. Es cierto que la posición del Gobierno del anterior presidente en relación a la invasión de Irak no solo provocó un enorme disenso político sino también una muy profunda disconformidad social.

Este disenso se profundizó después, ya con el PSOE en el poder, con desacuerdos en relación a la actitud frente al tradicional equilibrio con los dos grandes países del Magreb o frente a los nuevos populismos latinoamericanos o respecto a Cuba o en situar como eje central de la política exterior española una vaga, confusa y fantasmagórica "alianza de civilizaciones", mientras, por primera vez en décadas, el presidente español no logra más que intercambiar brevísimos saludos con el presidente de EEUU, en reuniones de carácter multilateral.

Y si algo debilita la política exterior de un país es la percepción externa de que puede cambiar, no en los matices, sino en la sustancia, en función de la alternancia política. Si las posiciones adoptadas en los foros internacionales son intuidas como efímeras y que no responden a intereses vitales y, sobre todo, permanentes, de la nación, el peso específico de la misma disminuye y puede llegar a ser irrelevante. No voy a insistir en ello pero los resultados del disenso y de la volatilidad los estamos viendo, patéticamente, estos días. Ojalá vuelva ese consenso básico que, después del referendo, imprudente pero felizmente ganado, que impulsó Felipe González, para permanecer en la OTAN, se instaló en la política exterior española y que pasaba por un alineamiento inequívoco con Occidente, una relación estrecha con Estados Unidos, un creciente protagonismo en la construcción europea, una relación sólida con el mundo latinoamericano, defendiendo la democracia y la economía de mercado en la zona, un compromiso serio con la cooperación euromediterránea, y una creciente apertura de España hacia Europa del Este y Rusia, primero, hacia Asia luego y, más recientemente y de forma acertada, hacia Africa Subsahariana.

Un consenso que cubrió buena parte de la etapa de González y de Aznar. Ojalá se recupere. No debería ser difícil: no acierto a distinguir discrepancias de fondo entre ministros del PSOE como Fernández Ordóñez o Solana y ministros del PP como Matutes o quien firma este artículo.

Pero los amables lectores que me han seguido hasta este punto, se preguntarán a qué viene esta introducción si el título del artículo se refiere a Estados Unidos. Pues bien, viene a cuento porque EEUU siempre ha mantenido una continuidad básica, fundamentada en sólidos consensos, de su política exterior, más allá de demócratas o republicanos. Incluso desde la discrepancia, el apoyo a las decisiones tomadas por el presidente, fuera cual fuese, siempre ha sido un ejercicio de lealtad hacia el país. Desde la comprensión del papel esencial, casi siempre hegemónico, de EEUU en el mundo, por lo menos en los últimos cien años.

Papel esencial que deriva de unos intereses geoestratégicos globales, cambiantes en función del escenario, pero que responden al hecho de ser la mayor potencia económica del mundo y, asimismo, la mayor potencia militar. Y como natural derivada, con un peso político y cultural acorde con tales realidades.

Por consiguiente, anticipo una conclusión de este artículo: no va a haber grandes cambios en la política exterior "real" de EEUU con el presidente Obama. En todo caso, matices y "gestos", que no afectarán a algo tan esencial para la gran superpotencia como es la defensa de sus intereses permanentes y vitales. No es baladí recordar que uno de los grandes "desgarros" de la sociedad norteamericana --la guerra de Vietnam-- fue una opción básicamente demócrata y que tuvo que ser un republicano quien asumiera la derrota. Pero ambos lo hicieron con el apoyo de la mayoría del Capitolio, más allá de la oposición social que acabó suscitando el conflicto.

Pero ahora debemos hablar de otra cosa que obliga a replantear la política exterior norteamericana con independencia de la elección del nuevo presidente. El escenario geoestratégico global ha cambiado profundamente en los últimos años. Y se ha desplazado sustancialmente el centro de gravedad económico. Vayamos por partes para analizar cuál puede ser la política exterior de EEUU con Obama.

Primero, el escenario geoestratégico global: la segunda mitad del siglo XX estuvo dominada por la división entre bloques que se enfrentaban en todos los ámbitos. En lo económico, en lo ideológico y cultural, en lo político y, también, en lo militar, aunque de forma "periférica". Era un enfrentamiento global al que se subordinaban todos los conflictos en el mundo. El llamado Tercer Mundo era económicamente irrelevante y solo interesaba como teatro de esa confrontación global. Pero que nunca llegó al final en forma de enfrentamiento nuclear. Era la teoría de la "destrucción mutua asegurada" y del llamado "equilibrio del terror". Ese escenario se derrumba con la caída del Muro de Berlín y con el desmoronamiento de la URSS. Acaba el siglo XX con la victoria aplastante de Occidente.

Eso lleva a una concepción idílica que algunos llamaron "el fin de la historia": acaban los grandes conflictos porque la generalización del modelo democrático-liberal, en lo político, y de la economía de mercado, en lo económico, permitiría atemperar y modular los conflictos sobre la base de un juego en el que todos nos beneficiaríamos del libre comercio y del diálogo democrático. Esa visión se derrumba el 11-S del 2001. Aparece un nuevo enemigo del sistema de valores liberal-occidental: el terrorismo de matriz islamista radical. Y esa percepción de un nuevo enemigo de la civilización determina la política exterior de EEUU y de Occidente. La lucha contra el terrorismo deviene el eje central y casi único.

No pretendo minimizar ni criticar una posible sobrevaloración de tal amenaza a nuestra seguridad colectiva, incluida una razonable autocrítica. Lo que se está jugando no es en Irak, cuyo destino es, valga la redundancia, reasumir su propio destino, una vez se retiren las tropas aliadas. Y Obama va a hacerlo con prudencia y de acuerdo con el Gobierno iraquí, como lo hubiera hecho McCain más allá de la retórica. El juego básico está en Afganistán (donde Obama va a ampliar el esfuerzo militar, consciente de las catastróficas consecuencias de una derrota frente al fundamentalismo neotalibán) y, por añadidura, en Pakistán, que es probablemente, el eslabón más débil, y que es un país muy frágil en sus estructuras políticas, con una cohesión interna muy baja y que, a diferencia de Irán, ya posee hoy la bomba atómica.

El desafío económico

Pero Obama debe encarar otros fenómenos que desmienten que el único desafío para Occidente sea el terrorismo. Hay un doble desafío para la hegemonía norteamericana y occidental, que perdura, en sus términos modernos, desde la revolución industrial en el siglo XVIII. Es un desafío económico y, también, como corolario, político y, más pronto que tarde, también cultural, militar y estratégico.

Me refiero al profundo cambio económico del mundo en las últimas dos décadas. EEUU sigue siendo la primera potencia económica, pero ya no es la hiperpotencia que representaba en torno al 40% de la economía mundial. Hoy solo representa el 20%. Y el G-7, que representaba un 70% del total mundial hace 20 años, hoy, en paridad de poder adquisitivo, no llega al 40%. Y, en contraste, seis países emergentes (China, India, Brasil, Rusia, México e Indonesia) representan ya --y creciendo-- casi el 30%. Eso cambia la correlación de fuerzas a nivel mundial. EEUU y Occidente (fundamentalmente, una Unión Europea que sigue perdiendo peso relativo y relevancia estratégica) deben encarar esta nueva realidad. La correlación internacional de fuerzas exige otro tipo de diálogo, de teatro de dilucidación de conflictos y otro tipo de instituciones. Entes como el Banco Mundial o el FMI deben acomodarse a estas nuevas realidades. Pero también la ONU o la OTAN. Y el nuevo presidente debe plantear sus posiciones al respecto. Y lo antes posible. Porque los países emergentes mencionados --y otros, como los tigres asiáticos o, cada vez más, los países del Golfo o las antiguas repúblicas soviéticas del Asia Central o Turquía-- exigen, cada vez más, un peso político acorde con su creciente peso económico.

Y con ello, un planteamiento, cada vez menos acomplejado, de la defensa de sus intereses globales. Lo estamos viendo palmariamente. Todos hemos visto lo sucedido en el Cáucaso el pasado agosto. Y hemos contemplado la actuación desacomplejada de Rusia en una zona que considera su área natural de influencia. No es lugar para desarrollar este tema ahora (no en vano hablamos de la conexión natural entre el Caspio y el Mar Negro, hoy especialmente relevante por el abastecimiento energético de Europa, y por la importancia estratégica para una potencia reemergente como Rusia), pero sí conviene recordar que todo se ha producido al margen de la opinión de EEUU (y, a pesar de las apariencias, de la UE).

EEUU ya no es la "potencia indispensable". Otro ejemplo: ciertas negociaciones en Oriente Próximo están siendo auspiciadas, sin participación norteamericana relevante, por países como Qatar o Turquía. Muchas cosas están, pues, cambiando.

Estados Unidos sigue siendo el país más poderoso del mundo. Lo va a seguir siendo mucho tiempo. Pero cada vez lo será menos. Y cada vez necesitará más contar con otros poderes emergentes y que desean compartir el poder global.

Poder compartido

Esa es la encrucijada a la que se enfrenta el presidente Obama. No se trata de cambiar la política exterior norteamericana sobre la base de tópicos más o menos progres de europeos que siguen instalados en el mayo del 68. Obama se irá de Irak, cuando toque. Seguirá en Afganistán hasta la victoria. Pero, sobre todo, su éxito dependerá de la comprensión de su Administración sobre los nuevos desafíos a los que tiene que hacer frente un mundo occidental que, cada vez más y de manera irreversible, debe acostumbrarse a compartir su poder. Un poder que parecía indiscutible después de ganar la guerra fría y que ahora es, y va a ser aún más, discutido. Vuelven los antiguos imperios basados en grandes países, como China, Rusia, India o Turquía. Y aparecen nuevos grandes países como Brasil o Indonesia.

Ahí está el reto de la nueva Administración. Comprender lo que hay y lo que viene.