Fue hace casi 21 años, el jueves 4 de noviembre de 1982, cuando un Juan Pablo II muy distinto al de hoy, pleno de facultades y aún en la primera fase de su mandato, visitaba Guadalupe para rendir homenaje a la patrona de Extremadura en su Monasterio.

Los cronistas del momento recuerdan que no llovía, pero se dejaba notar un intenso frío que no obstaculizó que miles de personas abarrotaran la plaza y calles vecinas, montando guardia desde la madrugada. Los más afortunados habían podido acceder a los balcones, y desde allí contemplar sin apreturas una visita inolvidable para los fieles e histórica para la región.

Con gran precisión, relata la crónica que la Puebla estaba desbordada con la presencia de más de 20.000 personas cuando el helicóptero papal apareció en el cielo, desatando los vivas y el agitar de banderas vaticanas, españolas y extremeñas. Diez minutos después, Juan Pablo II pisaba tierra extremeña, y saludaba a las autoridades eclesiásticas y civiles, encabezadas, en lo religioso, por el entonces obispo de Badajoz, Antonio Montero, y en lo político, por el presidente de la Junta, Manuel Bermejo.

MENSAJE DE PROXIMIDAD

Y cuentan también los cronistas que el grito más repetido fue "Extremadura te quiere con locura", mientras el Pontífice recibía regalos y saludos antes de dirigirse al estrado para iniciar la eucaristía. Su homilía, como suele ser habitual ya que Juan Pablo II ha cuidado en todas sus visitas el mensaje de proximidad a la tierra donde está, se centró en la emigración.

Así, comenzó recordando que Yavé ordenó a Abraham abandonar la tierra, lo que, continuó, evoca la imagen "de tantos hijos de Extremadura salidos como emigrantes desde su lugar de origen hacia otras regiones y países". Ahí terminaba el paralelismo, puesto que el Papa apuntaba que lo que para Abraham fue un mandato divino, en el caso de los emigrantes se convierte en una cuestión de necesidad que comporta aspectos dolorosos para el que se va, "trasplantado a un ambiente nuevo, de tradiciones diferentes y, a veces, de lengua distinta", y para la propia tierra de la que parten, que dejan "condenada a un envejecimiento rápido".

Por ello, reclamaba que los responsables del orden económico siguiesen la propuesta de Juan XXIII, para que "el capital busque al trabajador" y no al revés, de manera que las personas pudiesen crearse un porvenir mejor sin tener que marcharse a otro ambiente.

El Santo Padre reconocía que el empeño era difícil, y no podía darse sin la firme voluntad de los gobernantes de promover programas de equilibrio entre regiones ricas y pobres.

Asimismo, llamaba la atención sobre el hecho de que los reajustes de mano de obra entre territorios "no se ven muchas veces impulsados por propósitos noblemente humanos, ni buscan el bien de la comunidad, sino que sólo responden con frecuencia a movimientos incontrolables según la ley de la oferta y la demanda".

Por ello, y hasta tanto se corrigiese la situación, Juan Pablo II realizaba un segundo llamamiento, al detectar que "las regiones receptoras olvidan con demasiada frecuencia que los trabajadores inmigrantes son seres que viven arrancados por las necesidades de su tierra natal".

Así, continuaba, se trata de personas en su mayoría culturalmente desvalidas que pasan por grandes dificultades de adaptación y que "si son sometidas a discriminaciones o vejaciones caerán víctimas de peligrosas situaciones morales".

En consecuencia, demandó garantías de igualdad en el trato y de que se evitasen muestras de hostilidad y rechazo "respetando las peculiaridades culturales y religiosas del emigrante".

Este fue, en esencia, el mensaje, hoy de más actualidad si cabe, que dejó la visita del Papa. Por su parte, los extremeños le respondieron, además de con muestras de veneración, con regalos como el de una Virgen Morena del ceramista Rafael Ortega, y una réplica de la primera historia de la Virgen de Guadalupe venerada en el santuario polaco de Loden, escrita en Varsovia en 1721 por el conde Sapieha, según reseña el cronista del Monasterio, Nicolás Sánchez Prieto.