Llegamos a Galicia el viernes. Era de noche. Pensábamos que tal vez no nos necesitaran para limpiar las playas. Habíamos hecho 600 kilómetros en coche y la radio nos recordaba que pertenecíamos al grupo de voluntarios no deseados, no organizados y no necesitados en momentos de crisis. Pero estaba decidida a llegar hasta allí para hacer lo que fuera: gritar, patalear o rascar la nariz a quien trabajara a mi lado.

Durante toda la semana habíamos estado llamando sin éxito al teléfono de voluntarios. Las líneas estaban colapsadas. Finalmente, en Carballo, 20 kilómetros al sur de A Coruña, escuché una voz al otro lado. Nos dieron un número y un nombre de contacto. A los diez minutos vino a buscarnos Oscar: "¿Que no os necesitamos? ¡Dios mío necesitamos a todo el mundo, esto es horrible! Ha venido mucha gente, es verdad, pero no es suficiente".

Nos mandó a Carnota, donde sí que nos necesitaban. Allí nos unimos a unas 200 personas, la mayoría grupos de universitarios procedentes de Málaga, Vigo y León, pero también muchos desorganizados, como nosotras. Nos apuntamos en el ayuntamiento y nos mandaron al polideportivo, donde el ejército suministraba colchonetas, mantas y toallas para todos.

Un soldado brasileño vigilaba la puerta. En el patio de la escuela daban comida cuando llegamos. Una señora muy sonriente nos preguntó si habíamos cenado. El menú calentito: caldo gallego, lentejas y bocadillos.

Los estudiantes parecían cansados pero de buen humor. Con la cena repartían un vale para el desayuno del día siguiente. Yo me sentía un poco culpable, comiendo de aquella comida cuando no habíamos empezado a trabajar. Así que nos fuimos al bar. Pocos voluntarios. Aquellos montaron la fiesta en el poli, con guitarras y algún que otro porro. Así que nosotras nos juntamos con unos soldados belgas, que decían haber venido a poner diques de contención en una piscifactoría de rodaballos: "Somos 27 y sólo el comandante tiene alguna experiencia de cuando lo del Erika. Vemos que está todo muy desorganizado. Hay buena voluntad pero pocos conocimientos de lo que hay que hacer. Ya lo veréis".

Después de una semana durmiendo como los demás voluntarios, habían conseguido que les pagasen un hotel, porque según se quejaron era imposible pegar ojo en el polideportivo.

"Mira yo llevo dos días aquí traballando y te digo que los de Tragsa no se esfuerzan. Si el dinero que están pagando a los 200 empleados de esta empresa lo destinaran a comprar equipamientos completos para los voluntarios, estaría mejor empleado. Lo mejor es esto de aquí, ver a toda esta gente que ha venido desde yo que sé donde y se parten la espalda en una playa donde nunca se han bañado. Porque ¿cómo es posible que les importemos más a esta gente que a nuestro gobierno?". Esto se lo escuché a un chaval de la zona que dormía allí en el polideportivo, cuando se lo contaba a otro más mayor, también gallego. Yo estaba ya en mi saco y a mi lado escuchaba a la gente susurrar sus peripecias del día, hasta que se durmieron y empecé a oír sus ronquidos.

LA JORNADA DEL SABADO

"En el colegio estamos ya repartiendo material. Hoy tenemos de todo". Así nos despertó un soldado a las ocho. Repartían mascarillas, gafas, guantes y mono blanco de un tejido que al tacto parece papel. Nos distribuyeron en grupos de 50 y completamos autobús con los de Ambientales y Biológicas de León.

Mientras nos precintaban con cinta adhesiva muñecas y tobillos, nos iban dando las instrucciones. Limpiaríamos en la playa de Carnota, una de las más largas de A Coruña, agachándonos entre los juncos y quitando con nuestras manos poco a poco el petróleo, con cuidado de no arrancar las plantas moribundas porque hacían de barrera contra próximas mareas negras. Lo primero que te llega es el olor ácido y contaminante del chapapote. No hay máscara que lo quite.

En una hora cada uno limpió 20 metros cuadrados a lo sumo. Digo limpiar por decir algo. Ese color negro azulado no hay quien lo quite. Se pega a los dedos de los guantes, a las rodillas, se pega a la roca y se hace bolas de conglomerado con los juncos.

Cada 25 minutos tenía que ir al puesto de la Cruz Roja a que me limpiaran las gafas empañadas y me colocaran bien la mascarilla. Después de un rato empecé a sentir picor en los ojos y mis visitas a la Cruz Roja se fueron haciendo más prolongadas.

Pedí una cuchara para ir recogiendo centímetro a centímetro el fuel. Mis compañeros no dejaban de quejarse, que si Fraga de caza, que si cómo era posible que no existiese un método más eficaz para limpiar las playas, que faltaban manos aunque sólo fuera para colocarnos las gafas...

Pensé que nosotros al fin y al cabo sólo íbamos a trabajar unos días. La gente de allí no tendría paciencia para limpiar un día y otro, la sensación de impotencia terminaría por desanimarlos.

A eso de las tres paramos. O paré yo. Me consta que mucha gente siguió trabajando. No sentía ni brazos ni piernas y estaba calada hasta los huesos. Nos dieron un bocadillo y nos dijeron que a las cuatro llegarían los autobuses para llevarnos de vuelta. De repente miré todo aquello como turista. ¡Era precioso! Me dieron ganas de llorar. Por la soledad del lugar, por todo ese ejército de estudiantes disfrazados como para combatir en una guerra biológica, por los gallegos, por los políticos, por cada uno de nosotros. Esa noche hubo fiesta gaitera y proclamas Nunca mais . Y ya no escuché ningún ronquido.