Tiene 80 años y cáncer de próstata. Necesita una sonda que él mismo ha aprendido a colocarse. Habita con su «compañera de fatigas» en un antiguo transformador abandonado cerca de la carretera, bajo una valla publicitaria, que han convertido en un pequeño refugio de la lluvia, el viento, las heladas con hasta dos grados bajo cero... «Cuando llegamos esto estaba lleno de ratas, matamos por lo menos 30. Y hasta 14 bolsas de basura tuvimos que sacar», cuenta ella. Antes vivían en una casa de alquiler que, se lamentan, se les fue cayendo a trozos. Dormir en la calle iba a ser «algo provisional». Ya ha pasado un año.

En el mismo espacio, unos pasos más adelante, pasa las noches a la intemperie Manuel. Él se cobija bajo unos arbustos, allí tiene su cama: dos tablas de madera, un colchón gastado, una manta y varios cartones. Se separó de su segunda pareja, no tenía empleo, se le acabaron las ayudas. «Llevo tres años ya, aquí llegué hace cuatro meses». Dice que le da miedo morir de frío, pero es reticente a irse a un albergue: «¿Y eso de qué me sirve? Como mucho puedo estar tres noches, a lo mejor algún día más en esta época, pero luego otra vez a la calle porque hay más gente. Además, a todo el mundo le gusta su intimidad», justifica.

Antonio. Tiene 58 años. Es gallego de nacimiento. Hace tres décadas que su "hogar" es la calle.

Manuel ha cumplido 58 años y es de Badajoz, donde viven sus hijos, con los que «hace mucho» que no habla. Ha trabajado en la construcción, en el campo «y en lo que saliera». «Ahora no tengo ganas de nada», asegura. Para alimentarse va al comedor social de las Hijas de la Caridad. «¿Qué hago si no? ¿Pedir de puerta en puerta?».

Recuerda su última relación, cómo acabó: «Los hijos de ella no me querían», afirma. «Esta vida es muy dura», repite varias veces.

Manuel no quiere que la conversación acabe, después de pensárselo mucho accede a ser fotografiado y expresa: «Tenéis que hacer algo».

LA PRIMERA PARADA / El lugar que habita junto a sus vecinos del transformador es la primera parada cada noche de los voluntarios de Cruz Roja de Cáceres. La ubicación es la avenida del Ferrocarril, justo enfrente de la tienda AKI. De lunes a viernes les llevan café, colacao, magdalenas, galletas, conversación, caldo con picatostes, mantas, compañía. «El usuario mayor nos pide el favor de que vengamos pronto para que pueda acostarse», explica Delia Álvarez Martín (31 años), de profesión esteticista y una de las que hace posible que exista el programa Ola de frío, el que cuida a los sintecho cuando las bajas temperaturas nocturnas hacen peligrar sus vidas. Se activa el 1 de diciembre y funciona hasta finales de marzo. Entre las diez de la noche y la una de la madrugada los voluntarios salen de ruta, que incluye cajeros automáticos y las traseras de la estación de autobuses.

Cruz Roja asiste a más de un centenar de personas que viven en la calle en Extremadura, la mayoría en Badajoz. Allí se activa un programa similar al de Cáceres. También hay actuaciones puntuales en municipios como Herrera del Duque. Unos 50 voluntarios permiten el proyecto.

En esa cifra de personas sin hogar, que es solo aproximada, no se incluye a los que pernoctan habitualmente en fumaderos de opio, vehículos, chabolas o los albergues (hay dos en Plasencia, uno temporal y otro de larga estancia, desde donde se pretende la reinserción social; otro en Cáceres, Badajoz, Mérida, Don Benito y Almendralejo; todos gestionados por Cáritas).

EMPIEZA EL TURNO / Esta vez acompañan a Delia en su turno José Manuel Quesada Cortés (49 años), conductor y voluntario; y Manuel Avellaneda Peláez (62 años), que era profesor de educación vial pero se quedó en paro, cobra el subsidio y es el primer año que participa en el programa Ola de frío. «Es duro, te vas a casa pensando mucho y te das cuenta de que se rompen los tópicos. No es un problema de alcohol o de drogas. Una depresión te puede llevar ahí. Y también ha influido mucho la crisis. En Cáceres no se nota tanto pero yo he sido varios años taxista de noche en Madrid y me he quedado horrorizado de cómo iban floreciendo como hongos la gente en la calle», expresa Manuel.

A las 21.30 se citan en la nave de Cruz Roja. Mientras preparan la comida y las mantas que repartirán a sus usuarios llaman al Centro de Vida de Cáritas para saber si hay alguna plaza libre. Esa noche, solo una para mujer. «Si hace demasiado frío intentamos que vayan primero a ese albergue y, si no hay sitio, al del edificio Valhondo. Como última opción está el hostal Neptuno. Pero es muy difícil que quieran, aunque suene duro están acostumbrados a estar en la calle», explica Delia. También dan aviso al 112 para informarles de por dónde van a estar: «Si algún ciudadano llama porque hay alguien tiritando nos lo derivan a nosotros. El año pasado ocurrió cinco veces», añade.

Parte de la ruta de estos voluntarios cacereños pasa por el Paseo de Cánovas, en pleno centro de la ciudad, decorado estos días con luces navideñas. En varios cajeros duermen personas que muchas veces pasan desapercibidas para los transeúntes. O lo que provocan en ellos es cambiarse de acera.

VÍCTIMA DE LA CRISIS / Delia recuerda la historia de uno de los usuarios del pasado año, una víctima de la crisis de unos 50 años que terminó durmiendo en un cajero de la avenida de Alemania: «Lo echaron de la empresa, no pudo pagar la hipoteca y perdió la casa. No tenía ahorros y se le acabó la paga. Nos contaba que cuando iba todos los días camino del trabajo y veía a la gente que vivía en la calle, pensaba: ‘Que no me toque esto a mí’. Y esa frase tan sonada: ‘¡Quién me lo iba a decir!’. Siempre nos recibía con una enorme sonrisa, conservaba la ilusión. Era albañil y asegura: ‘Cualquier día os saludo desde el andamio’». No lo han vuelto a ver y quieren confiar en que ha encontrado un nuevo camino.

El grupo de voluntarios lleva un listado de dónde está cada persona sin hogar y lo que se le entrega. En su ruta suelen encontrar a unos diez. Lo máximo han sido 16.

Uno de los últimos a quien visitan es Antonio, 58 años, que duerme junto a la iglesia de Guadalupe y es bastante conocido en el barrio. «Me diagnosticaron esquizofrenia a los 16. Fue un freno para poder estudiar o trabajar», explica este gallego de nacimiento que, asegura, ha recorrido casi toda España y en sus noches a la intemperie ha conocido a cantantes como Sabina o Antonio Flores. Hace tres décadas que habita en la calle, en Cáceres lleva seis años. Sus padres, ya muy mayores, viven en Cartagena. También tiene un hermano. «La gente te ve raro y no conecta contigo», manifiesta.

Antonio siempre agradece que le lleven libros. Le apasiona la lectura. Y le gusta conversar, engancha una historia con otra para que los voluntarios estén el mayor tiempo posible. «Las mantas y el café les vienen bien, pero sobre todo que estemos con ellos 5 o 10 minutos. Que alguien se pare y les escuche, que vayan más allá de su físico o de la suciedad de la ropa, que vean a la persona. Porque cada una tiene su propia historia, y te das cuenta que nadie está libre de terminar en la calle. Y que se entra en un círculo vicioso del que es complicado salir: porque no tienen un domicilio que poner para pedir ayudas, porque no están aseados para ir a una entrevista de trabajo. Porque cuando se pasa un determinado límite cuesta mucho remontar», expresan los voluntarios.

La ruta ha finalizado. En el camino de vuelta recuerdan las palabras de rabia de la inquilina del transformador para evidenciar la realidad con que se topan cada noche: «¿Dónde están las políticas sociales? Mucho hablar de igualdad y a la hora de la verdad es todo mentira». Ellos, al menos, seguirán saliendo cada noche para hacerles más llevaderos los días de frío y soledad.