No habían pasado cuatro meses desde la huelga del 20 de junio del 2002 --el paréntesis casi obligado de las vacaciones de verano-- cuando el Congreso de los Diputados votó un decreto radicalmente diferente del decretazo que había querido imponer el Gobierno del PP.

Durante la tramitación parlamentaria, el entonces ministro de Trabajo, Eduardo Zaplana, se tuvo que comer los aspectos más polémicos de su propuesta: la supresión de los salarios de tramitación y de las prestaciones por desempleo para los fijos discontinuos; la incompatibilidad para cobrar la indemnización y el paro, y las limitaciones para que los parados pudieran cobrar de una vez la prestación para montar una cooperativa. Solo se confirmó la desaparición del PER o subsidio agrario.

El ministro dijo: "Errores los hemos cometido todos", y se hizo una fotografía con los dirigentes sindicales.

Y todo ello a pesar de que José María Aznar había afirmado al día siguiente del paro general que no tenía pensado cambiar y que las huelgas "no son un buen camino".

Los argumentos de los presidentes del Gobierno de turno han sido siempre los mismos: los sindicatos y sus huelgas no doblegarán el empeño por tomar medidas que el país necesita, han venido a decir. Pero no es del todo cierto.

Tras cada uno de los cinco grandes paros desde la transición --al margen del eco más o menos masivo entre los trabajadores-- se abrió una negociación entre Ejecutivo y sindicatos.

Nicolás Redondo, que acumula varias protestas como secretario general de UGT, incluida la que le llevó a la ruptura con el PSOE, afirmaba hace unos días que las medidas de José Luis Rodríguez Zapatero "no tienen parangón porque ponen en entredicho el Estado de bienestar en el futuro más inmediato".

Un apagón y... al cajón

Pese a que fue una huelga especial que puso fin al ensimismamiento de la ciudadanía con Felipe González, la del 14 de diciembre de 1988 --jornada ya emblemática por el apagón de TVE--, supuso que el plan de empleo juvenil del Ejecutivo, que generalizaba los contratos basura para los jóvenes, fue a parar a un cajón de la Moncloa.

Así lo anunció González desde la tribuna del Congreso ocho días después del paro. Aceptó subir dos puntos las retribuciones de pensionistas y funcionarios que habían perdido poder adquisitivo; se comprometió a negociar la ampliación de la cobertura de desempleo hasta el 48% de los parados, a equiparar la pensión mínima al salario mínimo y aceptó la negociación salarial para los funcionarios. González, según sus palabras de entonces, fue sensible al "tirón de orejas" que le dio la calle.

La reforma del mercado de trabajo, la flexibilización de los contratos y del despido, la reducción de las prestaciones y las modificaciones de las pensiones han sido también las banderas sindicales en los paros de 1985, 1992 (parcial de media jornada) y 1994. Solo en este último caso, cuando el PSOE gobernaba con respiración asistida --y Aznar proclamaba que a él no le montarían una huelga--, el Ejecutivo mantuvo una reforma laboral que apenas se aplicó. Eso sí, González se reunió con CCOO y UGT una semana después.