TAtunque sea por la memoria malherida de tantas ocasiones y circunstancias que nos han formado y llenado nuestra vida.

Por aquellos sueños de infancia y aquellas ilusiones de niño que nos ocupaban la duermevela y la vigilia con plumas, pieles y olor a pólvora.

Por el vaho de los bastimentos del padre cazador sobre aquel baúl en un rincón de la estancia: los borceguíes, la mochila, la canana, los archiperres de recargar cartuchos y las escopetas.

Por aquella primera tórtola abatida cuando cruzaba sobre la fuente Ventosa, detrás de la Casa de las Viñas; por las Viñas mismas, con sus canchos de granito, sus gamones, sus zarzales y el viento gallego que cimbreaba las ramas de los almendros.

Por el llano de encinas y el sopié, la falda y la cuchilla de la sierra, en los que, ocasos fríos de invierno, una urdimbre de torcaces atronaba su quietud y su silencio.

Por las piedras del chito y las retamas del aguardo, que han custodiado tantas horas la espera del buscador del Tao, entre el canto de la jaula y el canto del monte.

Por el gruñir del cochino, el galope del venado o el grácil claqueteo de la codorniz en el sembrado; tal vez por la silueta de la liebre en el páramo, los graciosos escorzos del conejo en la puerta de la hura o el vuelo uniforme de la perdiz en el ribero.

Por Don Juan Manuel, Don Pedro López de Ayala, Juan Mateos, Jerónimo de Aguilar, por Covarsí, Miguel Delibes, Francisco León o Mariano Aguayo y tantos que conciliaron armas y plumas. Por todos nosotros y tantas ocurrencias: "¡Ahí va la liebre!", "¡Pájaro, pájaro!", y todos los días de cierzo, altano, llovizna, chajuán o aguacero con barro hasta las trancas. Por la paciencia de nuestra santa madre y de nuestra sufrida esposa; porque todo no haya sido en vano y porque ya es hora de plantarnos en la mitad de la patria para proclamar sin titubeos que somos cazadores como nuestros padres y que moriremos, herramienta en manos, para que nuestros hijos también lo sean.

Por eso y mucho más, había que estar en la Castellana el día 1 de marzo.