El desgaste que traga a bocados la credibilidad de Zapatero y ha extenuado a su Gobierno no se diferencia tanto del castigo general que recorre Europa. Sarkozy, Merkel, Sócrates, Papandreu... Todos intentan recuperar el apoyo perdido. La derecha se aferra a la inmigración. La izquierda, al gasto social. La mayoría de los votantes cohabitamos con una contradicción, reflejada en los barómetros sociológicos. A la mayoría nos disgustan las políticas adoptadas, pero al tiempo las consideramos necesarias e inevitables.

La crisis devora a quien gobierna. No hay cambio de ministros que arregle eso. Según se recupere la confianza económica, revivirá la confianza política. Pero al revés que en aquel eslógan de Bill Clinton, el desgaste no es solo la economía, estúpido, es también la política. Al votante de izquierda no le vale cualquier recuperación económica. Zapatero retuvo niveles de respaldo superiores a los de sus homólogos mientras mantuvo su mensaje más convincente: salir juntos de la crisis, sin dejar a nadie atrás.

El giro impuesto por los mercados y los equilibrios europeos han generado la percepción de que tal compromiso se ha roto, y unos saldrán antes que otros, y mejor. El votante de izquierda abandona a Zapatero para mantener su fidelidad a la promesa de este de una salida solidaria y justa. Al presidente no le está dañando el comportamiento coyuntural y oportunista de una izquierda exquisita, pero que vota con la derecha. Tampoco la dureza de unas decisiones que enojan, pero que se asumen.

Le quema la falta de un discurso político que convenza a parados, precarios, pensionistas o funcionarios de que no solo ellos pagan un desastre que no fue culpa suya.

Zapatero siempre ha sido un depredador electoral. En su meditada jugada se adivina a quien ha decidido volver a presentarse y galantea al electorado perdido por renunciar a la política. Ese afán parece alentar el giro a la izquierda de una reestructuración que refuerza a Rubalcaba, el bicho de la derecha y uno de los nuestros para el partido, vuelve a poner a José Blanco al frente de la máquina electoral, incorpora a pedagogos de la política como Ramón Jáuregui, sitúa a un crítico como Valeriano Gómez a gestionar la reforma laboral o promociona a iconos como Rosa Aguilar. Esta era la parte fácil. Ahora viene la difícil: tomar las decisiones que convenzan a ese votante de que apoya a un Gobierno comprometido con un esfuerzo solidario y equitativo. Los arreglos de chapa y pintura funcionan cuando no se conoce bien el producto. Zapatero actúa para una base electoral que le conoce más de lo que cree y le gustaría, porque ha pasado por sus mismas decepciones. Los cambios de Gobierno no son cómo empiezan, sino cómo acaban.