La propietaria del restaurante Giulio, abierto junto a la plaza Farnese, se quejaba, a mediodía, en mitad de un comedor desierto y silencioso: "Dicen que hay miles de peregrinos en Roma, pero deben estar todos en la plaza de San Pedro".

Una hora antes, en una de las iglesias próximas, la de San Ignacio de Loyola, el sacerdote oficiaba la misa para tan sólo dos feligreses en la capilla de la Inmaculada Concepción. Era tanta la familiaridad en la liturgia, que cuando uno de ellos se incorporó de su asiento para proceder a leer un pasaje del Evangelio, el cura se sentó en los bancos reservados para el público. A pocos metros sumaban una cincuentena los turistas que hacían fotos y curioseaban por el resto de la nave.

Vida normal

De no ser por las banderas a media asta y los carteles que ha colgado el ayuntamiento, en los que se le da gracias o se recuerda que se trataba de "un hombre bueno", nada hacía pensar que acababa de morir el Pontífice, cuya fama ha llegado más lejos en vida de la historia.

La iglesia de los polacos que residen o están de paso por la capital italiana, la de San Estanislao, situada junto a la plaza de Venecia, estaba por la mañana cerrada a cal y canto. Ningún signo advertía de que el polaco que ha cambiado más el mundo desde Copérnico, según el historiador Andrzej Paczkowski, yacía en su lecho de muerte al otro lado del Tíber.

Los turistas seguían atiborrándose de helados frente al Panteón, donde los americanos se montaban en los coches de caballos para dar un paseo. Unicamente la sastrería para eclesiásticos Gammarelli, que había colocado una bandera blanca y amarilla del Vaticano a media asta en la fachada, podía alimentar la sospecha de que algo grave había ocurrido: el escaparate estaba únicamente poblado por un capelo blanco y en su interior había ajetreo.

Ajenas a lo sucedido, las hordas de visitantes, con la guía, el plano y la cámara en ristre, habían tomado como de costumbre la plaza Navona y la Fontana de Trevi, donde seguían en su puesto las atracciones que han causado fortuna: dos tipos vestidos de romanos, el olor a castañas procedente de los puestos de vendedores y los descuideros. En la plaza de España sucedía otro tanto.

Los escaparates de las librerías tampoco parecían tener reflejos, a excepción de la Librería Española de la plaza Navona, que sí había consagrado su escaparate a la producción de temática religiosa.

Subidas astronómicas

Al aproximarse al Vaticano por el puente del castillo de San Angelo, el decorado cambiaba totalmente. Los puestos de bebidas y tentempiés con precios habitualmente astronómicos los tenían en la estratosfera. "Una botella de agua no puede costar cinco euros", se quejaba un feligrés español. Pero había colas para adquirir imágenes de Juan Pablo II.

Una asociación de consumidores denunció el súbito aumento de precios en todo tipo de establecimientos de aquella zona. La propietaria del Giulio les habrá animado a ello.