En 1927, Stefan Zweig escribió Veinticuatro horas en la vida de una mujer, novela de gran impacto. Hoy no hay duda de que el tiempo que va desde las 10 de la mañana del jueves, cuando se supo que Carles Puigdemont iba a enterrar la DUI y convocar elecciones, a las 10 de la noche del viernes, tras que Mariano Rajoy tomase las primeras medidas del 155, destituyera al Govern y llamara a las urnas, darían para un trepidante thriller: Treinta y seis horas de la vida de una nación.

Olvidemos escenas sugerentes como la de los alcaldes levantando sus varas hacia Puigdemont en señal de triunfo, o el anochecer juvenil de cava y rosas tras la proclamación de la república en el Parlament. Con solo 70 diputados (sobre 135), el hemiciclo semivacío y la censura previa de los letrados.

¿Por qué Puigdemont no llevó a cabo lo que pensó el jueves, cuando Cataluña estaba en un callejón sin otra salida sensata que unas nuevas elecciones? ¿Por qué Rajoy hizo el viernes lo que nadie esperaba, convocar elecciones tras suspender la autonomía catalana?

Puigdemont hizo marcha atrás -no convocó elecciones y asistió mudo a las dos sesiones parlamentarias que oficializaron la república- porque es casi imposible detener en el último minuto un tren al que se le ha inyectado velocidad de vértigo. Puigdemont sabía el jueves -cuando aceptó la mediación de Urkullu para convocar elecciones a cambio de que Rajoy no aplicara el 155- que la independencia duraría pocas horas y no sería reconocida por nadie. Y que habría gran alegría entre los entusiastas, pero no entre los que ya intuían un mal final, acompañado de más o menos protestas.

Fantasías acumuladas

Pero no frenó, aunque la cabeza se lo aconsejara (Miquel Iceta le agradeció haber dudado), porque el independentismo había alardeado desde septiembre del 2015 de tener un mandato democrático para la independencia pese a haber logrado solo el 47,8% de los votos (el 40% sin la CUP). Eran resultados que le legitimaban para gobernar, pero no para violar la Constitución del 78 y el propio Estatut, que exige 90 diputados (no 70) para las decisiones relevantes. Pero tantas fantasías acumuladas -incluida la de que la independencia no tendría costes económicos y Europa nos defendería e incluso nos admiraría- no se pueden pinchar en una mañana. A no ser que el piloto y el copiloto (Junqueras) tengan una valentía de último momento de la que carecen. Prefirieron no abjurar y confiar en la Divina Providencia, que, al menos hasta el momento, no les ha socorrido.

Vamos a Rajoy. Tomó una decisión dura -el 155- que podía acarrear un golpe mortal al régimen democrático del 78. Y también peligraba su voluntad de coronar su carrera como quien, con sabia prudencia, había sacado a España de su peor crisis económica. Y quizá haya interiorizado que la actitud del PP ante el Estatut del 2006 contribuyó a complicar las cosas. Proseguir en esa línea era aventurista e innecesario, porque ahora el PSOE ya está en la oposición y además necesita el apoyo de Pedro Sánchez.

Por todo ello, lo mejor era intervenir el menor tiempo posible, evitando así más conflictos, y luego dar la palabra a los electores. Ahora no está ya en el desierto, como en el 2006 y el 2010, pero sí carece de mayoría suficiente. Necesita al PNV y recuerda que José María Aznar -contra Pujol- no habría sido presidente en el 96. Y ha debido admitir la evidencia de que la desmesura en el trato a Cataluña, como la que se vio el 1 de octubre, y una involución intolerante del régimen del 78 podría matar a la criatura.

La única salida respetable era ejecutar aquello a lo que Puigdemont no se atrevió: convocar elecciones. Y demostrar así que no quería liquidar la autonomía sino restaurar la democracia. Eso sí, constitucional.

Los riesgos

Ahora afronta dos grandes riesgos. Uno, que el independentismo no vaya a las elecciones y haya una muy alta abstención. Es algo que Puigdemont no aclaró en su declaración de ayer, en la que apeló a la paciencia, la perseverancia y la perspectiva. Dos, que, por el contrario, alcance una mayoría excepcional, como la que Artur Mas soñaba en el 2012. Pero Rajoy, obligado, sabe jugar. Lo hizo en el 2016, cuando renunció a la investidura apostando, o creyendo saber, que Pablo Iglesias impediría la investidura de Pedro Sánchez. Ganó.

Dos reflexiones últimas. Una, quizá el 155 era casi inevitable tras la ceguera del independentismo en liquidar el régimen del 78. Dos, creo que España y Catalunya pueden salir de esta crisis bastante mejor que en 1934, cuando la ruptura de Companys. Pese a todo, en las dos capitales hay hoy más seny.