En 1962, Franco pidió entrar en el Mercado Común Europeo. El dictador admitió así, pese a su carácter reaccionario, que el futuro estaba en la decadente y pervertida Europa. Poco después, el llamado contubernio de Múnich , que reunió por primera vez desde la guerra civil a delegados de todos los partidos democráticos, del exilio y del interior (salvo el PCE), proclamó que España no debía entrar mientras fuera una dictadura.

En 1973, Alberto Ullastres, impulsor de la modernización económica, logró un acuerdo comercial. Pero España no firmó la adhesión hasta hace ahora 25 años, ocho después de las primeras elecciones libres. De 1962 a 1985, Europa fue para la gran mayoría de los españoles la tierra prometida. Un destino co- mún para gentes de diferentes ideas políticas, nacionalidades y clases sociales. Europa era la oportunidad para enganchar la España que venía de la guerra civil, la dictadura y el desarrollismo autoritario a un proyecto de libertad, prosperidad y progreso. Sin este horizonte, la transición y el pacto constitucional de 1978 habrían sido más difíciles.

Pérdida de competitividad

Han pasado 25 años. Hoy sabemos que Europa nos ha aportado mucho, pero ya no es el paraíso. Liquidó moralmente al involucionismo. La desaparición de las barreras arancelarias hizo a las empresas más competitivas. Y los fondos de cohesión --logrados por Felipe González-- transformaron las infraestructuras. Pero el milagro llegó con el euro.

La moneda única, pactada en el tratado de Maastricht, la disciplina económica a la que forzó, y su entrada en vigor en 1999 eliminaron el eterno cuello de botella de la economía española: la expansión acarreaba la inflación, que hacía perder competitividad. Para combatirla, y defender a la peseta, el Banco de España elevaba los tipos de interés, yugulando así la actividad. Y al final había que devaluar.

Con el euro, la política monetaria la ha fijado el Banco Central Europeo en función de la inflación europea media (no de la española) y las empresas y los particulares han podido invertir y consumir sin la pesadilla de tipos de interés altos (recuerden los tipos del 17%) y de bruscos frenazos. Y hemos crecido mucho. Pero al final del ciclo expansivo (1993-2007), y aunque la inflación ha sido menor, se impone corregir la pérdida de competitividad acumulada. En la UE de los Veintisiete no somos ya un país por debajo de la media que pueda aspirar a un trato de favor y hay que afrontar la pérdida de competitividad sin devaluar.

Paul Krugman, el premio Nobel neokeynesiano que se sitúa a la izquierda de Barack Obama, dice que España debe hacer una "devaluación interna" (rebaja comparativa de precios y salarios) del orden del 15%. Y que es una asignatura dura. Miguel Boyer, el superministro económico de González, es más optimista. El problema es la reconversión del sector de la construcción, pero, añade, en la industria la productividad es alta y la prueba es que España es --junto a Alemania-- uno de los países con mayor dinamismo exportador.

Las expectativas económicas se han ensombrecido. El paro ha pasado en dos años del 8% (mínimo histórico) al 20% y José Luis Rodríguez Zapatero ha tenido que asumir que el keynesianismo en un solo país (que el Estado aguante la actividad con déficit público) tiene límites. El ajuste, ahora más duro por el euro (no podemos salir y devaluar sin aumentar automáticamente nuestra deuda), está haciendo que Europa se empiece a percibir no ya como una tierra de promisión, sino como un internado de disciplina germánica.

Europa no es ya una apuesta en la que se gana siempre, sino el marco en el que la flexibilidad y el rigor presupuestario pueden cambiar los hábitos de vida. Por ejemplo, recortando los beneficios de un incipiente Estado del bienestar, alegre y poco exigente. Y la crisis mundial del 2008 se ha trasladado ahora --ayudada por las mentiras griegas-- a una desconfianza en el euro y en la deuda de los estados latinos. España, si no quiere abandonar el euro o ser expulsada, debe adoptar medidas antipáticas. Hay que reparar la pérdida de competitividad acumulada. Con dolor. Así, el desencanto aumentará.

Doble de déficit en EEUU

No todo es culpa nuestra. A medio plazo, el euro exigía un banco central único poderoso y algo parecido a un Estado. EEUU tiene el doble de déficit público (el 12%) que la media europea, pero no hay desconfianza en su deuda. La Reserva Federal actúa con decisión y, tras el dólar, está América. Pero en Europa el camino hacia la unión económica se paralizó. Los gobiernos nacionales eran remisos a ceder poder, la ampliación a 27 se hizo pensando más en un deber histórico que en lo deseado por las opiniones públicas y los pueblos (el francés y el holandés) dijeron no en los referendos sobre la Constitución Europea.

Ahora, en la peor crisis desde 1929, la moneda única no está amparada por un Estado poderoso, sino por 27 estados con culturas económicas diferentes. Lo peor es que las grandes potencias europeas --Alemania y Francia-- no se entienden. Por planteamientos divergentes ante la crisis y porque sus líderes --Angela Merkel y Nicolas Sarkozy-- son europeístas menos decididos que Helmut Kohl y François Mitterrand en los 80 y 90. Los españoles no tenemos culpa de esto. Pero lo pagamos. Ha llegado la factura y Europa genera menos entusiasmo. Sin Europa estaríamos peor. Pero eso no nos libra de pasar por caja.