Una empinada vereda conduce desde la carretera carcomida por los baches hasta las 450 Evler (450 casas), una paupérrima barriada en las afueras de Diyarbakir, la capital de la región kurda de Turquía. Chiquillos menudos, de pelo negro y alborotado y ojos curiosos corretean en barrizales salpicados de piedras y matorrales. Algunas mujeres cuecen pan en hornos junto a sus casas. Y una legión de hombres sin empleo mata el tiempo en un destartalado café.

En las 450 Evler, todos son kurdos. Y casi todos proceden de algunos de los 2.500 pueblos y aldeas del sureste de Turquía destruidos por los militares en los años 90 para restar apoyos a la guerrilla independentista del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK). Entonces, un éxodo de decenas de miles de personas fluyó hacia los suburbios más míseros de Diyarbakir, Ankara y Estambul.

"Los kurdos de Turquía sólo queremos una vida digna y libre, trabajo y respeto a los derechos humanos. ¿La independencia? No renunciamos a ella, pero hoy ese combate no es realista". Aziz baja la voz y un brillo de prevención asoma a sus ojos cuando oye o pronuncia ciertas palabras: independencia, combate...

HISTORIA ATROZ

Aziz es simplemente Aziz. Cuando la charla versa sobre la cuestión kurda, nunca hay apellidos en Turquía. Tiene 30 años y está desempleado, igual que la mayoría de los hombres de las 450 Evler. Llegó a Diyarbakir en 1994, procedente de Lice-Bayirli Koyu, a un centenar de kilómetros. Los militares mataron a un primo suyo y detuvieron a varios amigos, uno de los cuales murió mientras estaba arrestado. Luego, expulsaron a todos los habitantes de la aldea y la arrasaron.

La historia de los kurdos (el mayor pueblo sin Estado del mundo, con territorio repartido entre Turquía, Irak, Siria, Irán y Armenia) es atroz. Una historia de represión nacional y lingüística, plagada de infortunio, penuria, persecuciones externas y traiciones internas.

En la actualidad, sólo los kurdos iraquís disfrutan de autonomía y libertad lingüística y cultural, merced a la zona de exclusión impuesta por Estados Unidos al régimen de Sadam Husein en el norte de Irak tras la guerra del Golfo de 1991.

Aziz, como Recep (otro vecino de las 450 Evler, de 40 años, con esposa, nueve hijos y, oh milagro, un empleo), aseguran que no quieren esta guerra, aunque ambos confiesan su simpatía por la lucha de los kurdos iraquís contra Sadam. "Pase lo que pase en Irak, nosotros seguiremos padeciendo a los militares turcos", observa Recep. "Si después de la guerra nace un Estado kurdo en Irak, allí me iré", avisa Aziz.

A 200 kilómetros de allí, en la frontera turco-iraquí de Silopi, Mussi, también kurdo, jalea sin reparos la guerra. Y espera que ésta alumbre un Kurdistán independiente en el norte de Irak. "¡Ah! Un pasaporte kurdo", suspira este hombre de 36 años, encargado de una gasolinera. ¿Pasaporte y además control kurdo del petróleo de Mosul y Kirkuk? "¡Insh-allah!".

Feridun Gelik, alcalde de la población de Diyarbakir y primer nacionalista kurdo en ese cargo, elude opinar sobre la viabilidad de un Estado kurdo en Irak. "Eso es un asunto de los kurdos iraquís", finta el alcalde. "Pero Turquía no tiene nada que temer --agrega--. Hoy, los kurdos de Turquía no queremos la independencia, sino una república democrática para todos. Hay más kurdos en Estambul y en Ankara que aquí, así que es absurdo pretender separar a turcos y kurdos", subraya.

Igual opina Bahattin, de 38 años, kurdo y panadero en Diyarbakir: "Lo esencial es lograr una vida digna, libertad, trabajo, educación y sanidad".

La historia del pueblo kurdo ha creado un proverbio no menos sobrecogedor: El kurdo sólo puede confiar en sus montañas. Pero Aziz, en las 450 Evler, propone renovarlo: "Quizá la Unión Europea pueda ayudarnos presionando a Turquía, que aspira a entrar". Quizá.