Izaskun Sáez de la Fuente, doctora en Sociología y Ciencia Política, es miembro del Centro de Ética Aplicada de la Universidad de Deusto, en Bilbao, y directora de la mayor investigación que se ha realizado sobre el mal llamado impuesto revolucionario de ETA, un calvario que han soportado más de 10.000 personas en Euskadi.

-En su tesis doctoral del 2002 señalaba que «la fractura en la sociedad vasca está entre la pequeña parte que legitima la violencia y el resto, que comparte los valores de cualquier sociedad occidental». Desde el fin de la violencia de ETA, y en puertas de su desarme, ¿se ha reducido la fractura?

-Es pronto para calibrar el cambio. No obstante, creo que aún queda un largo camino en términos de reconocimiento público del daño causado y de regeneración de la convivencia. En términos generales, el desmarque de la violencia de la izquierda aberzale ha tenido un carácter instrumental y no ha obedecido a un impulso ético de fondo.

-Este año ha presentado, junto al Centro de Ética Aplicada-CEA de Deusto, el estudio ‘Misivas del terror’, que analiza la extorsión de ETA a través de testimonios anónimos. ¿Son las víctimas olvidadas?

-Creemos que sí. Han estado prácticamente ausentes de los actos de reconocimiento, no han participado en el programa de víctimas educadoras en las aulas y ha sido muy difícil que alguna esté presente en encuentros entre distintos tipos de víctimas. La mayoría de los extorsionados mantuvieron el asunto en privado, para no preocupar a los allegados y no verse condicionados en la decisión a tomar [pagar/no pagar]. Y ETA quería que se supiera que la extorsión existía para crear un clima favorable a la cesión. No obstante, cuando detectaba resistencias al pago, comenzaba un proceso de visibilización que intensificaba la sensación de intimidación, y que abarcaba desde el envío de cartas a familiares hasta el asesinato, pasando por actos de violencia callejera ante la empresa o el domicilio de la víctima.

-¿La sociedad vasca está en deuda con los extorsionados?

-Buena parte mantuvo una actitud indiferente y públicamente distante hacia las víctimas del terrorismo en general y de la extorsión en particular. En las últimas décadas la curva de la intimidación se fue rompiendo y el panorama poco a poco cambió. La violencia de persecución hizo visible con toda su crudeza el potencial de extorsión y de intimidación de la trama política del nacionalismo radical, sobre todo durante los secuestros. No solo los apoyaron explícitamente con eslóganes como «Julio [Iglesias Zamora], paga lo que debes» o «Aldaya, paga y calla», sino que buscaron amedrentar a las minorías que se manifestaban demandando la libertad de los secuestrados. Dicho sector, cómplice activo de la victimización, tiene una especial responsabilidad a la que debe enfrentarse para favorecer la reconstrucción de su identidad cívica y la regeneración ética de la convivencia.