La plaza de San Pedro del Vaticano se ha transformado desde el pasado jueves, cuando Karol Wojtyla entró en agonía, en un templo donde, sin distinción entre modernidad y tradición, se mezclan muchos rasgos característicos de las nuevas generaciones. Los hay que llevan piercings y con tatuaje. La mayoría van bien arreglados y otros parecen supervivientes de algún cataclismo natural.

Miles de velitas coloreadas situadas en el suelo iluminan de noche, como en un campamento, decenas de corros de jóvenes sentados a su alrededor, llegados de todo el mundo. Usan móviles de última generación para enviar a miles de kilómetros de distancia sus fotografías en primer plano frente a las ventanas del Papa, como para decir "yo también estuve".

Protección Civil les distribuye botellas de agua mineral mientras de cada corro, por turnos espontáneos, se levantan melodías cantadas en voz baja, acompañadas por las notas de una guitarra, un saxo o una flauta. Otros recitan salmos y letanías. También hay quien deambula por el húmedo adoquinado del gran círculo de Bernini, entre curioso y quizás perdido.

Miedo a la soledad

"Nos faltarás, Papa", reza uno de los más de 10.000 mensajes escritos en una pancarta. A pocos pasos, en los pasillos de columnas corintias de mármol travertino, miles de jóvenes duermen, o lo intentan, metidos en sacos de dormir. La noche es fría y los bares de Roma están cerrados. Se apretujan los unos contra los otros, como si tuvieran miedo a quedarse solos. Forman montículos informes nunca vistos en el escenario de una de las postales más conocidas.

De vez en cuando, cantan a Dios, todos a una. Son, según los momentos, 5.000, 10.000, 50.000... Los hay que llegan desde Via de la Conciliazione con mantas y almohadas bajo el brazo. Otros respondieron enseguida a la llamada del Papa que agonizaba y que inventó las Jornadas Mundiales de la Juventud. La policía no interrumpe, les protege. Son la generación de los papaboys . Mitad creyentes, mitad huérfanos.