«Una madre en la puerta del colegio me preguntó un día: ¿Y tú cómo quieres a este niño si no lo has parido? Y yo le respondí: ¿Y tú quieres a tu marido?... porque tampoco lo has parido». Rosa Cilleros ha tenido que dar más de una explicación a quienes no entendían por qué ese niño que no lleva sus apellido era su hijo y ella, desde hace nueve años, una de sus dos madres.

Acoger a un menor no era su primera opción, pero ahora no lo cambiaría por nada del mundo. «Eliseo (su marido) y yo queríamos adoptar, pero no nos dieron la idoneidad; nos dijeron que no estábamos preparados para afrontar los problemas de un menor», recuerda de lo sucedido hace más de una década. Fue un golpe difícil de digerir. Tanto, que decidieron olvidarse del tema. Pero hubo un llamamiento para acoger a unos niños de Rumanía y lo intentaron. Aquello nunca se llegó a hacer, aunque gracias a esa solicitud les llamaron después del programa de acogimiento por si les interesaba realizar los trámites. «Eliseo iba de uñas», recuerda ella.

Pero esta vez nada fue igual; entrevistas, papeles y más entrevistas hasta la deseada idoneidad. Sin embargo, pasaban los meses y no había ningún niño en casa, así que tomaron la iniciativa. Llamaron al servicio de acogimiento y en cuanto surgió la posibilidad fueron a conocer al niño asignado, que vive desde entonces con ellos. Tenía 8 años y ahora 17 y están inmersos en el proceso en el que el aún menor, la familia de acogida y la Junta deben decidir qué va a pasar tras la mayoría de edad, cuando se supone que concluye la acogida. «Queremos seguir con él hasta que esté situado en su vida», dicen. Como hace cualquier padre con sus hijos.

Y eso que la andadura no ha sido fácil. «En muchos momentos podríamos haber optado por abandonar», reconoce Eliseo Ruano. La mochila del pequeño era pesada porque tenía menos de un año cuando recaló en un centro de acogida. «No podíamos abrazarle aunque, como niño, necesitaba contacto físico y protección, y lo buscaba a su manera», recuerda Ruano, que comenzó a jugar con él niño simulando peleas en las que le retenía. «Ha sido un trabajo duro a nivel afectivo y ha sido difícil ganarnos su confianza, hacerle ver que no le vamos a dejar»; pero también han tenido que espolearle «para que sea consciente de que esto es una familia, y que lo que cada uno hace nos afecta a los demás».

Más de una madre

Tampoco ha sido fácil encajar a las dos familias del niño, la biológica y la de acogida, en el día a día (hay visitas periódicas programadas en los que el menor pasa dos horas a solas con su familia de origen). De hecho los primeros dos años fueron muy difíciles para todos «porque parecía que las dos familias estábamos en competencia por el niño y él estaba en tensión», reconoce el padre de acogida. Tres días antes de la visita y tres días después, el niño vivía un infierno «e incluso vomitaba de la tensión», recuerdan. No paró hasta que consiguió que tomaran un café todos juntos. Y al café le siguió una comida conjunta el Día de la Madre, la celebración del cumpleaños y la relación fluida que ahora disfrutan.

«Esto es compromiso y generosidad, un voluntariado las 24 horas del día», dice Eliseo Ruano, que critica «el rechazo social» que existe hacia los niños de la Junta. «Hay una gran sensibilidad social para acoger a animales, pero no sucede lo mismo con los niños. ¡Y son niños! ¡Niños que no han tenido la oportunidad de crecer junto a su familia!», reclama.

«Es una satisfacción poder tener conmigo a estos bebés hasta que vuelven con sus padres biológicos o con los de adopción». Soledad Bravo es madre de emergencia, el primer contacto con una familia para esos bebés que se quedan solos, sus niños. Ahora tiene a uno de cuatro meses además de a otra niña de cinco años que está en acogida permanente. El pequeño se irá en mayo. «Sé que hago una labor que termina a los seis meses (lo que dura la acogida de emergencia). Es cierto que el día de la entrega y el día antes se pasa muy mal, porque dejas algo que has tenido durante seis meses las 24 horas al día. Pero estoy mentalizada, sé que los tenemos que querer mucho durante el tiempo que estén aquí», dice. Habla en plural, porque cuando se planteó hace una década acoger lo hizo como proyecto vital, con el apoyo de su marido y sus hijos, que ya eran mayores (ahora tienen 27 y 35 años). «Yo tomé la iniciativa, pero esto ha sido un proyecto familiar», recalca. Y es el proyecto que le hace feliz.

«Tengo una foto todos mis niños en el salón, junto a otra en la que estoy con mis hijos», dice. Porque cada uno de los ocho niños que han pasado por su casa en acogida ha sido un hijo más. «Se les quiere exactamente igual. No piensas en quién son ni de dónde vienen. El tiempo que están en mi casa son mis hijos, y me los como a besos igual, o más, porque a estos sé que los voy a disfrutar menos tiempo», recalca. Y los besa, y los achucha y llena de fotos (siempre de los niños solos) y de anécdotas el libro de vida que les acompañará cuando vayan con su familia definitiva, para que esos seis meses no sean una laguna en la historia del pequeño.

«Son mis niños mientras están conmigo, pero después hay que saber separar aunque sea duro. Porque no se trata de pensar en ti sino en lo que es mejor para estos niños». Palabra de madre.