Pasan diez minutos de las once. El tableteo de un helicóptero sacude al gentío: "Ya viene, ya viene". Los nervios se manifiestan sin cortapisas por las calles: carreras, admiraciones, aspavientos...

Las autoridades también dan rienda suelta a la ansiedad, pero con comedimiento: ese imperceptible ajustarse la corbata, ese disimulado estiramiento de la falda, esa discreta traslación para colocarse en posición de revista.

Eran las 11.20 horas en Guadalupe y la ceremonia largo tiempo calculada daba comienzo. El cabo de la policía municipal, Pedro Moyano, tensaba sus músculos y el automóvil de la Reina de España enfilaba la antigua calle de las Eras. Pero para algunos, la fiesta había empezado mucho antes.

A las cinco y media de la madrugada salían de Navezuelas Chari, Viki, Juli, Daniel y Andrea para recorrer los 17 kilómetros que separan su pueblo de la basílica. Dos horas más tarde, María José, Manuel y Mari Carmen partían desde Zorita en su coche para poder coger un buen sitio en la plaza del monasterio. También a las siete y media saltaba de la cama Norberto, 86 años, con la ilusión de disfrutar tanto como en 1928, cuando con once años asistió a la coronación de la Virgen.

EL PADRE GUARDIAN

Todos ellos estaban en la plaza principal de la villa cuando el eco lejano de las ovaciones preludiaba la llegada de doña Sofía. La reina descendía de su coche junto a la fuente de los Tres Caños, donde la aguardaban Rodríguez Ibarra, Federico Suárez, Presidente de la Asamblea, fray Guillermo Cerrato, padre guardián del monasterio, y María Rodríguez.

María tiene 86 años, acaba de atusarse el pelo blanco y tirante con el agua de la fuente y se explica de corrido: "Mire usted, yo estoy sorda, pero le digo que estoy aquí para saludar a Rodríguez Ibarra, como todos los años, porque digo yo que llamándonos Rodríguez, debemos de ser parientes".

Llega la reina, vibran las palmas, María e Ismael se aproximan a doña Sofía y le entregan un ramo de flores. Ismael tiene 11 años, estudia 6º de Primaria, viste traje regional y parece inquieto. "Me acercaré a la reina y le diré: Bienvenida a Guadalupe, Majestad. ¿Que si estoy nervioso?... Bueno...".

Cinco colchas bordadas y dos alfombras de dibujos persas adornan los balcones de la plaza de la fuente. Se forma la comitiva y avanza hacia la calle Sevilla. Delante, encabezándola, la reina con un traje leve de color blanco roto y pliegue delantero de cinco puntas. Lleva zapatos negros de fino tacón, un brazalete de oro en la mano derecha y una joya delicada a la altura del corazón. A sus lados, en discreta segunda fila, Rodríguez Ibarra con terno azul morocco y Federico Suárez de traje flor de añil.

Ya avanza doña Sofía hacia el arco de Sevilla bajo las 21 sábanas de hilo y colchas bordadas de los balcones. Ya lo franquea y las ovaciones se convierten en proclamas: "¡Viva la reina!". Ya entra en la plaza del monasterio y hay un clamor de piropos: "¡Guapa, guapa!". Está bella la reina, con un ligero maquillaje color tierra umbría, delgada, sonriente y en su sitio: acaricia a los niños, estrecha las manos que le tienden, hace monerías a un cachorrito de setter...

La plaza bulle, tremolan los estandartes azules, que cuelgan de las torres del monasterio y llaman la atención de la reina.

Sin dejar de saludar con su mano derecha, aclamada por voces incansables y envuelta en un cerco de balcones vestidos de colchas adamascadas, mantones de Manila y banderas españolas y extremeñas, doña Sofía se ciñe al protocolo.

Saluda a consejeros, presidentes de diputación, alcaldes de Cáceres y Badajoz y demás autoridades, se dispone a ascender la escalinata del monasterio y las señoras se inquietan: "¿Podrá subir con esos zapatos y ese vestido?". Serena, erguida y con aire frágil, la reina llega al pórtico de la basílica, donde la reciben obispos y arzobispos componiendo una estampa purpúrea, dorada y medieval. Besa doña Sofía la cruz de un báculo que le ofrecen y accede al templo.