No beber... No vender... Dos carteles en la plaza Mayor de Cáceres avisan de que está prohibida la venta ambulante y el botellón , pero el Womad puede con todo... El Womad y la presión de los hosteleros y los jóvenes, que acabaron ablandando los criterios municipales. En la madrugada del viernes al sábado, la masa bebedora, recluida durante la tarde en la escalinata del arco de la Estrella, se desparramaba hasta ocupar completamente el ágora cacereño.

Mientras unas 5.000 personas festejaban el Womad a su manera en la plaza, otro macrobotellón apretujaba a varios miles de jóvenes que bebían y luchaban contra el frío helador en los aledaños del hípico. Un trasiego constante entre el espacio de conciertos (se vendieron 7.000 entradas), el cámping y la zona de bebida colectiva convertía el recinto ferial cacereño en un hervidero de gente entusiasmada.

En la plaza y en el exterior del hípico, decenas de puestos de vendedores ambulantes ofrecían productos variados, aunque nada que no pudiera encontrarse en cualquier mercadillo navideño, si exceptuamos algunos artefactos de percusión y determinados abalorios y figuras de inspiración africana.

NI TE NI KEBAB Tampoco respondía al espíritu genuino del Womad la zona de restaurantes y bares. No estaban como otros años ni Abdul con su carpa Ventana al Sur, su kebab y su té a la hierbabuena, ni Nayat con la Tetería Baraka ofreciendo shubakas (especie de pestiños), núas (semejantes a perrunillas) y té con shiba. En su lugar estaba la carpa-dance de El Bici con su música techno y sus ristras de chorizos, tan respetables como poco exóticas.

El tema gastronómico ha perdido su encanto, hasta el punto de que por primera vez en muchos años no se podían comprar las narcotizantes magdalenas de la felicidad. Sin shubakas ni artesanía llamativa y con tanto perrito caliente, tanta pizza y tanto botellón , el puro espíritu del Womad había que buscarlo en la zona de acampada, donde diferentes carpas ofrecían músicas del mundo y relax, donde se mezclaban acentos, caricias y caladas, donde la hija de Felisa encandilaba los paladares con las croquetas de su madre y un falafel (crema de especias y garbanzos) cacereño exquisito.

El comedor de Felisa, una especie de paladar cubano en la ciudad vieja cacereña, es uno de los últimos reductos womeros que quedan sin contaminar. A su mesa se sientan cada mediodía del festival malabaristas argentinos, músicos callejeros italianos, periodistas de la tierra y bohemios varios. Y sus croquetas caseras son, a falta de los argaiz y el kebab de otros años, la oferta culinaria más auténtica del festival.

El Womad resiste, pues, en los talleres, en los conciertos, en los actos paralelos del café Aldana y El Corral de las Cigüeñas, consolidados y atractivos, y, sobre todo, en el espíritu womero , ese buen rollito colectivo que consiste en que nadie se enfada si lo pisan, si lo manchan, si lo empujan, si lo ahúman... ¡Ay, el humo!... Ese aroma tibio y dulzón del Womad que coloca gratis y lleva notas de maría , de patchulí y de incienso al jazmín y a la magnolia.

Aseguraba el sábado a media mañana un feliz Emilio Rey, El Pato , popular hostelero cacereño, que él no conoce ninguna pelea en el Womad. No es cierto del todo. En la madrugada del sábado, a las cuatro, dos muchachos se zumbaban por unas novias, pero la multitud los aplacó abucheándolos y coreando: "Que es el Womad, que es el Womad".

Con tanta paz y tanto buen rollito, los geos de los dos furgones estacionados en la plaza pasaban un fin de semana tan plácido que lo más inquietante que se paseó ante sus ojos fue la coleta rubia de alguna policía municipal. También se apuntaban al espíritu de la sonrisa fraternal la consejera Leonor Flores, que asistía al concierto del jueves en la plaza, y los concejales de Cáceres Santos Parra, Andrés Nevado y José Joaquín Rumbo de la Montaña, que hacían pandilla el viernes en el hípico.

Entre las anécdotas, destaca la presencia de dos burros womeros el viernes en la plaza Mayor y la invasión de perros sin pedigrí, los famosos chucherrier , que pululaban por la ciudad, llegaban a colarse en el Gran Teatro y con sus patitas cojas, sus ojos tuertos y sus mataduras y cicatrices provocaban la ternura de los sensibles y la indignación de los exquisitos.