Parecería que las muertes papales obedecen a un guión predeterminado en el que poco queda fuera de control, salvo el momento de la defunción, pero la realidad añade escenas de cosecha propia.

Así ocurrió con el fallecimiento de Pío XII. Su médico se puso de acuerdo con algunos periodistas para adelantarles el fallecimiento con una señal: abriría una ventana de la residencia veraniega de Castelgandolfo donde Pío XII agonizaba. En la tarde del 8 de octubre de 1958, la ventana en cuestión se abrió.

Dos diarios romanos, Il Messaggero y el hoy desaparecido Paese Sera , se apresuraron a sacar una edición anunciando la muerte, sólo que los ejemplares fueron retirados inmediatamente de los quioscos. El Papa no había muerto. Simplemente, hacía mucho calor y a alguien que no estaba en el secreto del pacto se le ocurrió abrir la ventana. Pío XII moriría al día siguiente.

La muerte de Pablo VI, ocurrida también en Castelgandolfo, casi no tuvo portavoces para anunciarla. Había sido operado de un cáncer de próstata, lo que no fue obstáculo para que el padre Romeo Panciroli, portavoz de la Santa Sede, se fuera de vacaciones. Su adjunto, Pierfranco Pastore, explicó la ausencia del Papa de la bendición del Angelus por una dolencia ligera. A las pocas horas, el 6 de agosto de 1978, el papa Montini moría.

Fuera totalmente de guión fue la muerte de Juan Pablo I el 3 de septiembre de 1978. El propio Vaticano contribuyó a alimentar las teorías conspiratorias modificando varias veces en un mismo día la versión de quién había encontrado al difunto y cómo.

Aquella muerte inesperada abrió, y cerró, un debate sobre si cabía hacer una autopsia a un papa.