Dos millones y medio de personas en toda Italia, un millón sólo en Roma, interrumpieron ayer el espectacular y severo rito de los funerales por Karol Wojtyla al grito de "¡Santo, santo, santo!". La invocación popular saltó, gracias a las conexiones televisivas, desde la plaza de San Pedro a todos los lugares en los que se seguía el rito retransmitido en directo a través de maxipantallas instaladas. Desde todos los rincones volvió, amplificado, el clamor hasta el Vaticano: "¡Santo, santo, santo!". El pueblo reclamaba a su papa con un aplauso interminable y la voz en grito.

El compasado cardenal Joseph Ratzinger, que oficiaba la misa y tenía que cerrar la ceremonia con unas palabras, se quedó mudo. Los 140 cardenales que concelebraban la ceremonia se miraron, inciertos, unos a otros. Los jefes de Estado, de Gobierno y los líderes religiosos de casi todo el orbe, volvieron, incrédulos, sus cabezas hacia el gallinero de San Pedro. "¡Santo, santo, santo!". Como por arte de magia, empezaron a aparecer entre las 70.000 personas apiñadas en la plaza y los cientos de miles apretujadas en las calles y avenidas de las cercanías, gigantescas pancartas con dos palabras: "¡Santo subito!" ¡Santo ya! Una especie de locura colectiva que los espectadores no pudieron ver en sus pantallas, porque las organizadas televisiones no habían previsto la espontaneidad.

La escena se repitió al final, cuando los gentilhombres de Su Santidad dieron la vuelta al féretro para que la plaza se despidiera para siempre de Karol Wojtyla. La masa prorrumpió entonces en un aplauso de 18 minutos de duración, al grito de "Giovanni Paolo". Como si se tratara de un ídolo del rock o un nuevo Savonarola.

La ceremonia de los funerales había empezado a las diez de la mañana pero, ya con las primeras luces del día, una muchedumbre dormida había empezado a replegar sus bártulos entorno a San Pedro. Nadie había visto nunca la mussoliniana y televisiva Via della Conciliazione o la neoclásica plaza del Risorgimento transformadas en dormitorio y aseos públicos. Ríos de orines y otras cosas. Nubes opacas de millones de papeles que el fuerte viento levantaba por los aires, decenas de miles de botellas de plástico y confecciones de tetrabrik rodando por los suelos. A las diez, la plaza más famosa del catolicismo estaba radiante y los alrededores hechos un asco, pero nadie se molestó por el hedor.

Evangelio al viento

El papa catalizador universal --¿qué hacen aquí los que nunca escucharon sus enseñanzas?-- estaba recluido en un modesto ataúd de madera de color claro, al que le pusieron encima una lujosa edición de los Evangelios de los que el viento iba pasando desordenadamente las páginas. Un espectáculo cinematográfico digno de Luchino Visconti. Sólo que la naturaleza se puso en contra y en cierto momento el viento sopló con tal fuerza que cerró el libro para todo el resto de la ceremonia. Como si el cielo dijera que todo aquello, tan perfecto, tan estudiado, tenía poco que ver con los relatos de la vida de Cristo. Aunque, ¿quién sabe? La naturaleza, como la fe, debe ser sorprendente. De otro modo ¿por qué el presidente israelí, Katsav, habría dado la mano a Assad, el sirio, y a Jatamí, el iraní?