A las tres y media de la tarde de ayer, algo menos de una hora después de que el avión de Spanair se estrellara, la T-4 del aeropuerto de Barajas estaba en raro silencio. Todo, a primera vista, parecía como cualquier otro día de agosto en la terminal más cercana a la pista de la tragedia: futuros viajeros facturando los equipajes, tomando café o quitándose los zapatos para franquear el detector de metales. Pero solo a primera vista porque, pese al escaso tiempo que había pasado desde el siniestro aéreo más grave de España en los últimos 25 años, la terrible noticia ya había empezado a correr por el aeropuerto: un avión acababa de caer. Y, ya a las cuatro de la tarde, cualquier apariencia de normalidad se esfumó al llegar los primeros familiares de los muertos.

En la planta baja de la terminal, al final del costado sur, las autoridades de Barajas habilitaron la sala para que los familiares de los fallecidos fueran atendidos por el personal de la Cruz Roja. Hasta allí, franqueada por el personal de Barajas, llegó primero una señora pequeña y con gafas de sol que miraba hacia el suelo y movía la cabeza de un lado a otro. Sus labios decían "no, no, no". Después, una pareja de ancianos que se cogía el uno al otro. Después, en fila india, más de 15 psicólogos. Y después, casi en solitario, Laura Redondo, una de las escasas familiares que quiso hablar con la prensa en esas tempranas horas.

"No nos dicen nada", dijo Redondo, joven, triste y asombrosamente entera. Se refería a Spanair, la aerolínea con la que, como diría luego la ministra de Fomento, Magdalena Alvarez, durante una caótica rueda de prensa, tenían que contactar las familias para conocer la suerte de sus seres queridos. En el caso de Redondo, la familia, al menos en Madrid, era ella sola, que no sabía nada de su tío, su tía y sus dos primos, uno de 16 años y otro de 14. "Acabábamos de pasar unos días en Ciudad Real --explicó la joven--, y ahora ellos se iban a Canarias. Oigo por la radio que hay cientos de muertos, pero a nosotros no nos dicen nada". Alguien, entonces, le recomendó que estuviera tranquila. "¿Tranquila? --repitió Redondo--. ¡Es que ha explotado el avión!".

Un piso más arriba de donde se encontraba Redondo, en la misma T-4, los aviones habían comenzado a partir de nuevo, tras dos horas en las que el tráfico aéreo estuvo suspendido a causa del accidente. Mientras tanto, en la T-2, otros muchos familiares acababan de llegar. Allí, el personal de Spanair les trasladaba de terminal y les escoltaba hasta la sala de atención de Cruz Roja.

De acuerdo con varios testigos, en la T-2 se vivieron a esas horas escenas de histeria y pánico. Hubo viajeros que tenían un billete de Spanair en sus bolsillos y ya habían facturado las maletas cuando supieron que una enorme tragedia acababa de ocurrir. Entonces decidieron que no iban volar con la compañía; que querían que les devolvieran el equipaje y el dinero.

Retraso providencial

Al final, según las personas que presenciaron la escena, se subieron a su avión, algo que no hizo una pareja de Canarias que tenía pasajes para volar en el fatídico MD-82. Ellos pueden contarlo por solo tres minutos. Habían estado en la Península de vacaciones y ayer volvían a Las Palmas, pero se retrasaron, una azafata de tierra les dijo en el mostrador de facturación de la T-2 que lo sentía pero el vuelo ya estaba cerrado y por eso ahora continúan con vida, según explicó el hombre, llamado Héctor, a la agencia Efe. Ella no podía hablar debido a la conmoción.