La noche anterior al día que entró en quirófano, Begoña Lluch cenó su menú favorito, el de todos los domingos: ocho hamburguesas con queso y dos raciones de patatas fritas. Más varias coca-colas. Tenía 16 años, pesaba 136 kilos y le faltaba energía para caminar 10 metros seguidos. Había dejado de estudiar dos años antes, cuando un psiquiatra le certificó una baja escolar por exceso de peso, o para evitar que sus compañeros de clase ("crueles", recuerda ella) la hundieran con aquél: "¡Gorda!", que no hay quien te mueva".

Las vértebras dorsales soportaban con dificultad aquella carga y le habían aplastado un disco intervertebral. La grasa acumulada en los ovarios había generado un tumor que seguía creciendo. Hacía ya muchos meses que no salía de casa, por miedo a los insultos. Cuando lo hacía, se peinaba de forma que todo el rostro quedara bajo su larga melena negra. Y con la solapa del anorack bien subida. Su vida se limitaba a masticar tubos de galletas, cruasanes, bollycaos, kit-kats , espaguetis, lasañas. "Lo único que me apetecía era comer".

Apenas digna de nada

Suprimir más de un 90% del estómago, de forma irreversible, a una adolescente en pleno periodo de crecimiento resulta inadmisible si no se ha estado frente a una persona que apenas se siente digna de nada, explica el cirujano Antonio de Lacy, que en marzo del 2003 accedió a operar a Begoña en el Centro Médico Teknon, de Barcelona. "Begoña no podía mirarme a la cara, de hecho le vi el rostro por primera vez en la mesa de operaciones --recuerda Lacy--. No hablaba, no conocía a ningún chico. Vivía como una marginada". Tener menos de 18 años es un criterio de exclusión para este tipo de operaciones en la sanidad pública, prosigue el cirujano, que también opera en el Hospital Clínic de Barcelona.

"Pero, cuando individualizas y ves qué ocurre con un persona concreta, la admites --asegura Lacy--. En la obesidad mórbida de una adolescente puede haber influido una sobreprotección materna, el ambiente familiar o los genes: eso ya no importa, el resultado es que esa chica se avergüenza de estar viva y no adelgazará con dieta".

Comía con ansiedad

Todo empezó hacia los 11 años, explica Begoña, que ahora tiene 19 y pesa 69 kilos. Dice no recordar qué sucedió en aquella época para que, en pocos meses, empezara a engordar. Hasta entonces, había practicado el baloncesto y esgrima. "Cuando tenía 12 años, me di cuenta de que Begoña tenía un problema muy importante, comprendí que mi hija comía con ansiedad y se lo dije al pediatra --explica Raimonda Mencucci, la madre--. Aquel médico nos envió a un endocrino que puso a Begoña a una dieta exclusiva de sopa de perejil". A esa dieta, que nunca hizo, le siguieron un sinfín de consejos sobre menús equilibrados. "¿Y para qué quiero perder dos kilos, si me sobran 50?", se decía Begoña.

No existe ropa de adolescente adecuada al tamaño que adquirió. Vestir algo adaptable a su figura era un dilema. El perímetro del abdomen rondaba 1,60 metros. Optó por los chándales de talla grande, de hombre. Begoña fue consciente de que su cuerpo no toleraría aquella carga mucho tiempo más un día que fue de paseo a la montaña del Tibidabo y el corazón se le disparó en una intensa taquicardia. "Había estado sin salir un año, porque no podía andar al ritmo de mis amigos, y aquel día, en el Tibidabo, sentí que estaba muy mal --dice, con la serenidad de quien se ha liberado de una tortura--. Pero seguí comiendo, porque no podía ni imaginar que había forma de perder kilos. Tiré la toalla".

Su madre dio con alguien que le habló de las operaciones de reducción de estómago, e inmediatamente fue en busca de un cirujano, "del mejor". "Yo quería que fuera feliz. Sabía que mi hija no podría perder los 70 kilos que le sobraban haciendo régimen, porque, a una niña, la sometes a esas restricciones durante dos o tres años, y la matas. La operación me pareció una oportunidad. Una solución". Un mes después de operada, ya con un estómago ínfimo ("el doctor Lacy me había explicado que tendría el volúmen de una décima parte de una coca-cola"), madre e hija fueron a comer a un restaurante. El cirujano le había dicho "come lo que quieras, siempre que te siente bien", y, por lo tanto, Begoña pidió una butifarra, con allioli y judías blancas. "Cuando había comido un trocito de butifarra ya estaba llena, pero me sentó de maravilla".