Dicen las crónicas que tomó contacto con el PSOE a finales de los 60, de la mano de su, desde entonces, referencia en muchas cosas Alfonso Guerra. Llegada la democracia y su paso al primer plano político. Sale como diputado en el Congreso en 1977, 1979 y 1982. Con la llegada de la pre y luego autonomía, arrincona los cargos electos nacionales y accede al sillón de presidente de la Junta, que ya no dejaría. Seis veces se sometió al juicio de las urnas en Extremadura y las seis salió vencedor, devorando a los rivales que se le enfrentaban.

Dirige así con mano férrea tanto el gobierno regional como el de su partido (no es elegido secretario general de Extremadura hasta 1988, pero sólo porque antes ese cargo no existía) en una travesía tan larga que, a la fuerza, combina luces y sombras.

Sus partidarios le atribuyen haber dado sentido a la hasta entonces ignorada (incluso por los extremeños) identidad extremeña --que pudo bien arrancar en la revuelta que terminó con el cierre de Valdecaballeros--, haber modernizado una región que sacó del subdesarrollo, haber logrado que la voz de Extremadura se escuchara en España y Europa.

Sus detractores le acusan de caer en el caudillismo, de tolerar que germinase el clientelismo, de recurrir al exabrupto para buscar titulares de prensa.

Tal vez todo sea verdad y también mentira, pero en cualquier caso todo forma parte de la imagen popular de Ibarra.

Protagonizó episodios como impugnar la financiación de Felipe González o exhibir su sintonía con Alvarez Cascos, uno de los duros del PP. Arrostró las reticencias internas en sus filas al promocionar a un desconocido Fernández Vara.

Cuando nadie se atrevía a pronosticar su adiós, en el 2005 un infarto (el tabaco, dicen) precipitó los hechos. Nadie sabe qué paso por su cabeza, pero un año después anunciaba su marcha. Se incorporó como docente a la Universidad, paradójicamente a dar clases de lenguaje periodístico, un colectivo con el que su relación ha sido, como poco, difícil.