Es de noche. Una noche espantosamente cerrada. La oscuridad es codiciosamente absoluta y trasmite temor. El silencio sólo se rompe por la fugacidad de los bombarderos. El tiempo pasa con lentitud, y aun él parece aliarse con el enemigo. Desde el búnker improvisado que hemos construido, en el sótano de nuestra vivienda, vivimos la terrible realidad de este caos inhumano. Aquí en este lugar inhóspito, aunque algo seguro, está mi familia y unas 50 personas más; unos y otros en este escaso espacio, abrasados nos damos calor y nos quitamos algo de ese miedo atroz que nos invade. Los niños lloran y su desolación nos rompe el alma. Cuando caen las bombas los corazones de todos se aceleran y el pánico invade el lugar. En el lugar, de estar cerrado herméticamente, el olor se hace nauseabundo y ello origina una penuria insoportable. La situación se hace insostenible, ya después de tres horas no se puede más, y la gente se impacienta expresando con alaridos su inmenso desasosiego. Luego otra bomba cae, esta vez más cerca de nosotros y la tremenda consternación origina el desfallecimiento de alguno de los presentes. Uno, un señor mayor muere en los brazos de sus jóvenes hijos; aparecen las lágrimas, el dolor se intensifica y la cruda vivencia se hace espantosa. La falta de luz crea un amargo y desdichado clima. Nadie habla, todos rezan buscando un apoyo del cielo. Y las bombas siguen cayendo con una periodicidad escalofriante. El repullo del miedo se deja oír y el zumbido de las bombas estremece nuestras almas. Por fin suena la alarma, esa bendita alarma que nos indica el fin de los bombardeos. La alegría y la paz se entremezclan con el pasado angustioso de aquellas horribles horas. Se abre la puerta y la amalgama de personas se acumula junto a ella. Cada uno, como puede, se va liberando del severo y descomunal pánico. Al salir la poca luz de las farolas desdramatizan algo nuestra terrible y fatídica experiencia nocturna. Al poco tiempo, de nuevo, es de día y la luz se deja ver, parece al menos que el tren de la muerte ya ha pasado, ha llegado parcialmente el tiempo del sosiego y de la calma. Pero miramos a nuestro alrededor y observamos la desolación más absoluta. Ante nuestros ojos cientos de casas destruidas. Las calles abarrotadas de escombros. A cada paso muertos y más muertos. Jóvenes y viejos en el suelo inertes dibujan el lamentable espectáculo. Es la semblanza de un porqué sin respuesta. Es el hoy y el ahora de una guerra fratricida y sin sentido. Es Siria y su triste y desangelado horizonte desolador. ¡Es la muerte! Es la triste victoria de la muerte sobre la vida. Es la realidad de esta patética existencia. Por otro lado: El mundo entero, desde su acomodada situación, contempla la escena. Todos miran y con la agudeza del frío egoísmo pasan de largo. Sienten el dolor pero siguen. La gente corre deprisa, no se para ante lo que acontece. Es la dureza tremendamente cruel de la indiferencia generalizada. ¿Y yo? yo despierto de este sopor inmundo, pero sigo igual. ¿Y aquel otro?: Aquel no dice nada. Y el mundo sigue con su monótono ritual de: egoísmos, consumismos, derroches, usuras, venganzas y poder. Y el mundo sigue: ¡Y no se da cuenta! Y la muerte ¡La muerte asesina! cada vez más cerca. Y la muerte ¡ya! tras nuestra esquina. Y la muerte ¡además! cada vez más: poderosa, espantosa y cruel. ¿Y la muerte?... ¿Y cada vez?... ¿Y el mundo?... ¡Pero! tú y yo sigamos en nuestro letargo; un letargo placentero, pero triste. Triste porque de él quizás nunca despertemos.