Una amplia encrucijada de predisposiciones se nos presentan cuando la indomable libido se apodera de nuestro impulso sexual. Nos aborda con su peculiar mimetismo, para encantar, durante el cortejo sexual, a la persona elegida. Como buenos imitadores que somos, bailamos al son de nuestro apetito sexual, ofuscados por la culminación del clímax. Somos capaces de camuflar a nuestra ineludible función primigenia en un atractivo traje de fiesta, para convertirnos en los protagonistas de una desenfrenada noche de placer y lujuria. Lo que ocurre es que, por más que queramos catalogar a nuestro instinto sexual en una categoría personalizada e incomparable, el desenlace final, nos descubre la realidad rectilínea de nuestra función; bien camuflada bajo la apariencia del aguerrido encantamiento sexual.