Dice Isaki Lacuesta (Girona, 1975) que "la ficción puede ser un medio tan válido como el documental para capturar la realidad". También dice que La leyenda del tiempo es más realista que su primer largo (aquella aproximación a la vida de Arthur Cravan, artista y boxeador de principios del siglo XX) y, sin embargo, está más cerca de la ficción: "Cravan vs. Cravan era un documental, pero todo estaba escrito. Esta, en cambio, es de ficción pero no hay nada escrito".

Estas afirmaciones, además de invitar a reflexionar sobre lo que hoy se entiende por documental (¿son todas las películas bautizadas con ese término au-ténticos retratos de la realidad, fieles y sin intervenciones ), dan pie a hablar de una serie de cineastas que han capturado emociones verdaderas mediante mecanismos de la ficción.

No es esta una vía recién explorada: directores de todos los tiempos han abrazado las emociones más puras a partir de situaciones preparadas, provocadas o puestas en escena: ¿No es ésa la base de las películas de Robert Flaherty (Nanuk, el esquimal ), de las obras clave del neorrealismo italiano o de los documentales de Werner Herzog? Aún hoy son varios los directores que se sirven de su dominio de la ficción para capturar lo menos ficticio, para inmortalizar lo más real. Lacuesta es uno de ellos: "Nos reuníamos con los actores y les proponía un tema en función de las cosas que ya sabía de ellos. Yo planteaba una situación y ellos hacían el resto", afirma.

Y, al margen de que sus autores tengan sensibilidades distintas, se intuye un método similar tras filmes como el aplaudido En construcción (2001) de José Luis Guerin, vívida crónica del cambio de un barrio, o Ser y tener (2002), película en la que el francés Nicolas Philibert halló en los gestos de los niños de una escuela rural las expresiones de la sabiduría y la curiosidad infantil. Esa técnica de "poner en situación y dejar hacer", como resume Lacuesta, también parece ser la base de La casa de mi abuela (2005) de Adán Aliaga, retrato de la relación de una anciana y su nieta.

Ante la ligereza con la que se etiquetan los filmes, esos títulos suelen pasar por documentales. ¿Por qué? ¿No encierran tanta realidad como ilusión? Si es porque guardan emociones verdaderas, El pequeño ladrón (1999) e incluso la cinta de horror El proyecto de la bruja de Blair (1999) también merecerían ese marbete. A fin de cuentas, sus autores jugaron con los actores hasta poder encontrar sus expresiones reales de desorientación y miedo para luego ponerlas al servicio de la historia que querían contar.