Erase una vez, antes de la televisión, en Líbano había contadores de historias que recorrían los cafés ofreciendo sus cuentos a cambio de unas pocas monedas. Recibían el musical nombre de hakawati . Pero el progreso se los llevó por delante. Y ahora las telenovelas que emiten sin descanso los canales locales les han hurtado su papel. El escritor libanés Rabih Alameddine (1959) se ha empecinado en mantener viva la memoria de aquellos prodigiosos malabaristas de las palabras que deleitaron a sus ancestros y les ha dedicado su última novela, la cuarta, El contador de historias , que acaba de llegar a nuestras librerías, editada por Lumen.

Uno de los personajes estrella del libro es el hakawati que le da título: el abuelo de Osama al-Kharrat, el narrador que guía al lector por la apasionante historia de cinco generaciones de su familia. Rabih Alameddine va entretejiendo la trama novelesca con leyendas extraídas del patrimonio literario universal, que pone en boca de sus personajes. Sus fuentes son diversas en el tiempo y la geografía: la Biblia, el Corán, Homero, Ovidio, Chaucer, Las mil y una noches, los cuentos indios de Panchatranta....

Sin proponérselo, o tal vez sí aunque lo calla, Rabih Alameddine también se convierte en un hakawati , al que no oímos pero que nos entretiene con mil y una historias. Y es que uno de los principales objetivos de este ambicioso libro de casi 700 páginas, en el que el autor ha invertido ocho años, es precisamente entretener. Y, por lo visto, lo logra. En Estados Unidos --donde reside el escritor la mitad del año-- ha tenido un gran éxito de ventas.

Charla en el cielo de Beirut "Lo que pretendo con El contador de historias es proporcionar felicidad al lector", confirma Alameddine en el transcurso de una distendida charla en la terraza del Hotel Crowne Plaza, situado en Hamra, la bulliciosa arteria de Beirut. Estamos en la planta 21, tocando el cielo. No hay nubes y, desde la altura, no se aprecian las heridas de la ciudad. A ras de suelo ya es otra cosa. Edificios tiroteados o simplemente derribados, montañas de escombros, controles policiales, amenazantes tanques pintados de camuflaje sobre el asfalto recuerdan la barbarie de la guerra que siempre acaba volviendo a aquí.

Las calles se están desperezando de los festejos del final del Ramadán, la festividad musulmana. Y el autor --que es druso-- y su interlocutora se recuperan de una opípara cena, celebrada la noche anterior en la lujosa casa de Randa, la madre de Alameddine, que dispone de hermosas vistas a la Corniche. El escritor admite que su familia ha sido valiosa materia de inspiración y, sin embargo, apunta algunos matices al respecto: "Es cierto que los sentimientos de Osama son los míos y que tenemos muchas cosas en común. Los dos hemos pasado por experiencias similares: hemos estudiado en Los Angeles, somos ingenieros... Como él, yo también volví a casa en el 2003 cuando mi padre agonizaba, pero también hay grandes diferencias. Definitivamente, los al-Kharrat no son los Alameddine".

La de la familia de ficción es una historia sólida, pero, a pesar de ello, el autor ha querido hilvanarla con cuentos. "Me resultaba más interesante a mí y, espero, al lector, y sobre todo quería construir una estructura nueva, distinta. No limitarme al relato lineal", se justifica. "Además", concluye, "he intentado transmitir la importancia de saber escuchar a los demás, una práctica que estamos perdiendo, lo que lamentablemente está en el origen de muchos conflictos". Por este motivo, ha acabado su libro con una poética a la vez que rotunda invitación al lector: "Escucha".