Monster es una de esas apuestas personales que muchos actores de Hollywood deciden aceptar en un momento u otro de su carrera. Se trata de demostrarse a sí mismos, y de paso al público, que pueden ser otros muy distintos a los que la gente espera de ellos. Nada mejor, en estos casos, que afrontar un personaje difícil, generalmente con alguna minusvalía física o psíquica que invite a una interpretación camaleónica.

En el caso de Charlize Theron es más que evidente. Harta (o no) de ser una niña guapa con aspiraciones a actriz, más envidiada por su físico que por su talento, decide engordar, afearse la cara y encarnar a una psicópata que asesinó a varios hombres para mantener su esquiva relación con una joven lesbiana.

La propia Theron produce la película. Y ya se sabe que este tipo de trabajos acostumbran a ser recompensados en los Oscar. De Niro, Daniel Day Lewis, Al Pacino y Dustin Hoffman pueden dar fe de ello.

Así las cosas, Monster deviene un filme más interesante por el transformismo de la actriz surafricana que por lo que cuenta y cómo lo cuenta: el resultado es un telefilme con buena conciencia, soso y apergaminado en su puesta en escena, insufriblemente cauto en su progresión dramática.

Otro elemento de interés también pertenece al coto de Theron. De joven vio como su madre disparaba en defensa propia contra su enajenado padre. Es seguro que entiende al personaje que incorpora, Aileen Wuornos, cuya vida delictiva estuvo marcada por la incomprensión de su padre y las violaciones perpetradas por un amigo de éste.

La realizadora Patty Jenkins lo desaprovecha casi todo. El carácter auténticamente repulsivo está en el personaje de Christina Ricci, la joven lesbiana que vivió una compleja relación con Aileen. Su forma de encarar el fin de la historia es sumamente cruel, pero el tratamiento resulta muy blando. Theron puede haber triunfado, pero su película no.