Morir en San Hilario se basa en una idea tan vieja como el mismo cine, la del intercambio de personalidades y su correspondiente enredo. Debido a un malentendido de partida y a una serie de acontecimientos, un gánster apodado El Piernas (Lluís Homar) da con sus huesos en una pequeña localidad situada en un país indeterminado, San Hilario, donde sus habitantes le confunden por un anciano que había anunciado su llegada al pueblo para morir en él y ser enterrado en su cementerio. A partir de esa premisa, Laura Mañá construye un relato que funciona a medias entre la tragicomedia costumbrista, con atención puntual a la cotidianidad de las figuras más relevantes de la localidad y la relación que establecen con El Piernas, y la vocación de realismo mágico --que en los años 60 acuñaron Gabriel García Márquez y sus adláteres-- que ya presidía el primer filme de la realizadora, Sexo por compasión .

Lo más logrado es que funde bastante bien dos modos de representación en principio tan opuestos como puedan serlo el realismo mágico y el costumbrismo. Los elementos de uno se integran en los del otro sin aparentes fricciones, conviviendo con cierta soltura pese a la endeblez de algunos de los episodios del filme y el irrelevante papel dramático que juegan varios personajes.

El punto de partida ya es de por sí bastante fantasioso. San Hilario fue un pueblo célebre en el pasado precisamente por sus funerales: todo el mundo quería morir allí y que sus restos reposaran en la tierra de su encantador y coqueto camposanto. Cuando arranca la historia, San Hilario está desposeido de ese atributo gracias al cual vivían todos sus habitantes, aunque la llegada del gánster reconvertido en supuesto moribundo genera nuevas y renovadas expectativas.

La trama principal es, por supuesto, la de la relación que El Piernas establece con las fuerzas vivas del pueblo y cómo al calor de su nueva amistad llega a replantearse su vida futura. Sin levantar demasiado la voz, Laura Mañá va encontrando su hueco en el mapa cinematográfico español.