Francisco Casavella (Barcelona, 1963) tiene en su trilogía El día del Watusi (2001 - 2002) una referencia obligada para el sagaz entendimiento de la última narrativa española. La energía acumulada, unida al esfuerzo por ofrecer un paisaje caleidoscópico de la Barcelona contemporánea que mejor conoce el escritor le ha obligado a cambiar de registro y de época, aunque no de estilo. Está todavía aquí el Casavella de siempre, pero resuelto a ofrecer una faceta desconocida aún en sus relatos, no así en los ensayos y colaboraciones periodísticas, que comparten con la novela ganadora del Premio Nadal 2008, Lo que sé de los vampiros , una suerte de atmósfera ilustrada y un estar en lo literario que hace de ella una lectura enteramente recomendable.

CUESTION DE ESTILO

Cuando en el 2004, Casavella escribía en un artículo que "la única obligación del novelista es manejar un estilo hermoso, duro y elástico que preserve su ficción de la ficción general y a su lenguaje del lenguaje general", puede uno imaginar que ya estuviera madurando ese estilo de decir las salvajadas más crueles con una templanza tan particular de la época. Y la época no es otra que los aledaños de la Ilustración. La inmersión en el siglo XVIII no le sirve al escritor para tratar de enmascarar el manido discurso sobre los modos de vida del periodo, sino para vertebrar una reflexión sobre la pérdida de una oportunidad única en manos del despotismo ilustrado, haciéndose eco más del sustantivo despotismo que del adjetivo ilustrado que lo acompaña.

En este caso se trata de vampiros, de hombres que conocían el camino para mejorar y se quedaron en el camino, ofuscando hasta el día de hoy la clara transparencia que pudo vislumbrarse en los años ilustrados. Uno de esos hombres es el protagonista Martín Viloalle, un joven que decide hacerse jesuita en el momento en el que Carlos III decreta la expulsión de la orden. El vagabundeo europeo de Martín le hace recalar en Roma, París, Dinamarca, los estados alemanes, ya unido a una corte ambulante de mañosos entertainers de lujo de la época (puede el lector imaginar el Tangiers de Las Vegas en plena Ciudad Eterna). Visitar las ociosas cortes europeas de la mano de esta cofradía itinerante y a través de la prosa cuidadísima de Casavella es un espectáculo que no debe dejarse escapar. La excursión no es redonda, pero reserva momentos de placer.