En la primera escena de El cielo protector (1989), de Bernardo Bertolucci, Tánger se divisa tórrida y confusa, espesa y bulliciosa, imprevisible y liberadora. El sitio perfecto donde empezar de nuevo, donde sentirse uno mismo y sacudirse las presiones. Una ciudad para el hedonismo. Así debió ser en 1947, cuando Paul Bowles se instaló allí y escribió una novela que, más allá de procurarle fama, marcó la senda autodestructiva de la generación beat . Vivir mata, pero dejar de vivir es morir antes de tiempo.

Tánger parece hoy un lugar muy distinto. Las columnas de blancos y amenazantes edificios en primera línea de playa sepultan toda ensoñación exótica. Aparentemente, el cemento y la globalización están devorando a la vieja dama. Quizá solo sea un espejismo. El progreso barniza los edificios y las calles, pero el incansable y colorista hormigueo humano, lejos de procurar compañía, invita a una profunda reflexión interior. Es lo mismo que les ocurre en la película a Port (John Malkovich) y Kit (Debra Winger), como les ocurrió en la vida real a Paul Bowles y a su mujer, Jane Auer.

Vivir o transitar

Igual que entonces, el asunto sigue dependiendo de la actitud. De si te dejas llevar solo por las cosas o buscas sensaciones, sin temor a lo dolorosas que puedan ser. En el hotel Minzah, en el corazón de Tánger, donde se alojó Bertolucci, el tiempo se detiene. El abrumador movimiento humano en Tánger no es el presagio de una hecatombe, sino la antesala del sosiego. Detrás de cada puerta de la ciudad habita un mundo de contemplación y placer.

El café Hafa, fundado en 1921, sigue siendo un embaucador balcón al Mediterráneo. Hoy en día tiene mesas y sillas donde turistas y autóctonos sorben té, seducen y observan, leen y ven pasar los barcos. Poco ha cambiado desde los años 40, cuando Bowles se sentaba cada día a emborracharse para escribir, o desde los años 60, cuando los Beatles, los Rolling Stones y Truman Capote se ponían tibios de hachís. Antes, pasaron por allí Rendbrant y Matisse. Por entonces, la gente se esparcía por las alfombras, sobre las escalonadas terrazas con vistas desde el acantilado hasta la inmensidad del mar. Hoy, excepto las alfombras, todo sigue casi igual.

El enjuto y vivaracho camarero del Hafa prefiere no revelar su nombre. "Si quieres pon que me llamo James Bond", sugiere. Lleva 30 años de servicio y conoció a Bowles en sus últimos años de vida, cuando él aún era un niño, y el escritor, un anciano melancólico. En aquel momento, apenas escribía ya. Fumaba y fumaba kif y miraba el Estrecho", recuerda el camarero.

Dos níveas chicas nórdicas se besan ahora justo en el lugar donde el escritor solía sentarse. Aunque Bowles introdujo en Tánger a la Gay Society no está claro que fuera homosexual. Si acaso, bisexual. O más bien un mero buscador de experiencias, un librepensador. Su esposa, Jane Auer, sí que vivió una tormentosa relación con una criada marroquí que le provocó un bloqueo creativo que la abocó a la locura y a la muerte.

Libertad

En realidad, no era el cielo quien protegía el Tánger de Bowles, sino el tutelaje de 11 países. La ciudad marroquí tuvo una época dorada hasta 1956, cuando llegó a gozar del privilegio de un estatuto internacional y se convirtió en uno de los lugares más libres del mundo, poblado por una prole de refugiados políticos, proscritos, empresarios arruinados, gays y artistas. Ese espíritu cosmopolita inspiró la fallida candidatura como sede de la Exposición Universal de 2012.