En sillas de ruedas, varados de cara al ventanal. En silencio. Sin alas. Un buen lugar para antes del desguace final. Una de esas residencias de despedida y cierre. Con sus ancianos, sus purés y sus pañales. Por Navidad un arbolito. Y, en las seseras averiadas de los asilados, por carnaval, gorritos de payaso. Y vuelta. Y fin.

Una residencia hecha de lo que va quedando, de lo que va sobrando, de sillas de ruedas como trenecitos descarrilados, de veleros sin velas varados junto a un ventanal sin sol, sin sombra y sin esperanza.

Visitaba a su padre con regularidad. De entre la tropilla de residentes, callada y ausente, tomaba a su padre y le apartaba del corro para estar a solas con él. Lo hacía por pudor. Y, tal vez, por miedo a tantos ojos que miran sin ver. Ojos secos, arrumbados después de comer, de veinte en veinte, hasta las siete, siete días a la semana. Luego la cena... y vuelta. Y fin.

Alguno, además de viejo, estaba ido. Alguno, sin ser viejo ni necesitar silla de ruedas, estaba allí por loco. En el salón, una televisión encendida que nadie parecía ver. De allí solía sacarle su hijo y, si lo permitía el tiempo, se acomodaban los dos en el porche. Alguna palabra deshilachada y un ovillo oscuro de incongruencias. No se está mal bajo el sol tibio de las primaveras. Los dos. Los siete. Ellos dos, la silla de ruedas y sus cuatro manos apretadas.

Estaba flaco. Consumido.

En los últimos meses había perdido tres o cuatro dientes. La cabeza la mantenía derecha, pero las gafas, por tres veces se le habían muerto atropelladas entre los hierros infernales de su propia silla de ruedas. Probablemente ni siquiera supiese que usaba gafas. Por tres veces su hijo rescató los cristales y los devolvió a la vida en monturas nuevas. La última, un tanto descacharrante. Montura nueva, cristales viejos. Viejo, extraña palabra... pensó mientras se le estrechaba en el alma el cerco ominoso de la vejez. Enfermedad y olvido.

Agotada la conversación por

imposible, agotadas las miradas, los gestos y los besos, le solía traer de la máquina expendedora un batido de chocolate y un bizcocho. Antes le traía galletas, pero desde que se le cayeron los dientes pensó que sería mejor traer bizcochos. Mientras su padre comía lentamente, él meditaba sobre lo absurdo de aquellas gafas. ¿Podría leer con ellas? No lo sabía y su padre, si lo sabía, ya no podía contárselo.

Después del bizcocho le ofreció

el batido. Le miró. Se miraron. Y nada. El anciano agarró el bote de batido y lo examinó. «¿Qué pone aquí?», le preguntó su hijo. «Batido de chocolate», contestó leyendo torpemente. Y ese instante de lucidez se hizo eterno.

Recordó, él, que aún podía recordar, lo que le enseñó su padre. Recordó que nada fue como es ahora y que hubo un tiempo en que aquel hombre, ahora destartalado, fue su padre. Fue la voz de mando en la duda, la calma en la tempestad, el refugio en el peligro. Y recordó su casa, la única que podía llamar verdaderamente suya, la casa de sus padres. La recordó repleta de periódicos. Y se recordó, muy niño, leyéndolos. Recordó los domingos, la salida de misa de doce y el quiosco en flor.

Primero murió su madre. Luego,

cuando perdió el oremus, su padre dejó de comprar el periódico. Y de repente pensó en leerle la prensa como su padre se la leía a él de niño. Quiso ser el niño que fue, volver a cuando la vida giraba en torno a un periódico, rescatar aquellos recuerdos compartidos. Se trajo el periódico, su periódico, el de su padre, el de siempre, y, trémulo, se lo ofreció. «Papá, el periódico». Su padre lo cogió mecánicamente, casi sin verlo. «Papá, ¿qué es?». Su padre hizo por leer. «Papá, ¿qué pone?», insistió. Y en eso aquel hombre desventurado contestó: «Extremadura». Y, al mismo tiempo, para sorpresa de su hijo, sonrió.

Por esos mismos días vendió la casa

de sus padres. Lo tiró casi todo. Se apartó de una vida que ya no era la suya. Lanzó por la borda aquella pesada carga. Solo salvó algunos documentos, una máquina de escribir Underwood y un sombrero de fieltro gris. Entre esos documentos había una carpeta de gomas que su padre utilizaba para guardar recortes de periódico. Casi sesenta años de recortes. Esquelas, notas de sociedad, crónicas taurinas, deportivas y de todo un poco. Le pareció que en esos pedacitos de papel se resumía una vida. El más antiguo era del 31 de mayo de 1950, Antonio Bienvenida había toreado el día anterior, festividad de San Fernando, dos toros de Saltillo en la Era de los Mártires. Los había curiosos, como ese que informaba del partido entre el Cacereño y el Real Madrid del 23 de abril de 1969. El hombre en la luna. La muerte del Papa Juan Pablo II. El último de aquellos recortes era la esquela de su madre.

Una tarde se presentó con la carpeta de gomas en la residencia. Más bien ufano. Tenía la vaga esperanza de que su padre aún pudiera volver a leerlos, pero al entrar solo encontró una silla de ruedas vacía. k