Joaquín Castel Gabás llegó a Cáceres procedente de Chía, un municipio de la provincia de Huesca. Y lo hizo por mediación de su tío, José Gabás, que era presbítero y administrador de los bienes de la marquesa de Ovando. Castel era un científico de reconocido prestigio, progresista y de gran valía que echó raíces en la ciudad.

Fue un hombre avanzado a su tiempo que en torno a 1887 abrió en la Casa del Sol una fábrica de gaseosas y sifones con el nombre de La Extremeña , aunque lo que le dio mayor fama fue la farmacia droguería que a finales del siglo XIX instaló en los soportales de la plaza Mayor, en un local que había sido de su suegro, Rafael Carrasco, y al que también trasladó la fábrica.

El negocio que Castel fundó todavía se conserva en forma de droguería-perfumería y sigue llevando su nombre. Aquella célebre y acreditada farmacia tenía una rebotica-laboratorio que se convirtió en sede de una tertulia de destacados intelectuales en la que se gestó la Revista de Extremadura , de la que junto a Publio Hurtado y a algunos más, Castel fue fundador.

El farmacéutico vivió en un contexto histórico heredado del desastre del 98, es decir, pertenecía a ese grupo de eruditos que abogaban por la regeneración de España. Así que Castel vio enseguida la necesidad de articular mecanismos para avanzar en la consecución del bienestar de una sociedad muy atrasada, en la que la propiedad de la tierra se concentraba en muy pocas manos, y siempre en las mismas.

El Pozo de las Nieves

Cuentan que en esos años el único hielo que existía en la capital estaba en lo que muchos conocían como Pozo de las Nieves, en una casa del Paseo Alto que tenía un pozo muy profundo al que, en los duros inviernos, caía la nieve, que se amontonaba y se conservaba allí durante meses. Posiblemente aquel pozo también se nutriera de la nieve que llegara de zonas como Hervás o Piornal, puesto que durante tres siglos en Extremadura hubo una importante industria de la escarcha, que radicaba en esas poblaciones, desde las que se distribuía hielo a una región en la que proliferaban pozos como el de Cáceres, convertidos en auténticos almacenes de la nieve.

Hasta el pozo acudían en burro los cacereños cada vez que necesitaban hielo para mantener alimentos o aliviar heridas y enfermedades. Lo prensaban en serones y cántaros que luego protegían con helechos para evitar que se deshiciera y se lo llevaban a sus casas.

En ese escenario, Castel, consciente de que aquel pozo era solo un remedio pasajero y dado su filantrópico espíritu, fundó a finales del siglo XIX La Providencia, una fábrica de hielo, gaseosa y aceites que se instaló desde sus orígenes en Aguas Vivas y que se mantuvo en Cáceres hasta la década de los 80. El científico fue durante años propietario de aquel negocio hasta que el 31 de diciembre de 1928 se firma un contrato de compra venta de la fábrica entre Mario Castellano Tomás de Castro y Julio Castellano de la Pedraja, (que tal vez fueran socios de Castel aunque se trata de un dato que no ha podido constatarse), y Manuel Lucas Ribero, un hombre sumamente laborioso, patriarca de una familia que mantuvo La Providencia hasta que se cerró.

Manuel Lucas, que adquirió la fábrica a pagar en 20 años, consiguió hacer próspero aquel negocio donde también se fabricaban espumosos, carbones minerales y leña para calefacción, actividad que él ya venía desarrollando desde 1917 en el número 5 de la calle Nueva, donde vendía carbones minerales para fraguas, cocinas, calefacciones y estufas, y carbones vegetales para usos domésticos.

Manuel Lucas emprendió su negocio con la idea de beneficiar a los cacereños y de promocionar el empleo en la ciudad. Llegó a tener 20 obreros fijos y en verano la plantilla se incrementaba un 50%. La actividad aumentaba con el paso de los años: comenzaron a fabricar obleas para los helados, montaron un molino de piensos, compraron una embotelladora para su marca de vinos, Golfines (que surtía a muchas bodegas), instalaron cámaras de baja temperatura para la conservación de productos congelados que servían a carniceros y pescaderos...

La fábrica era tan boyante que hasta se especializó en instalaciones de frío industrial creando su propio distintivo: Lucas Refrigeración, negocio pionero en la ciudad que también tenía una exposición en la calle San Pedro de Alcántara, justo en el local donde estuvo Optica Barco.

Desde que adquirió la fábrica, Manuel Lucas vivía allí mismo, en una vivienda anexa, junto a su mujer, María Pérez Cortés, y sus hijos: Andrés, Juan Fermín y Francisca. También vivía con ellos Catalina, una hermana de María que se había quedado viuda, y sus dos hijos.

La elaboración del hielo en La Providencia tenía su base en el agua potable que se obtenía de los pozos que existían en el propio inmueble. Llegaba de la fuente de Aguas Vivas, que disponía de un manantial perfectamente controlado y analizado por los servicios sanitarios del ayuntamiento. A medida que la producción fue aumentando a gaseosas y zumos, se obtuvo incluso un ramal de la red municipal de agua potable.

El proceso

El hielo se embalaba en sacos con paja y se repartía por Extremadura en ferrocarril o en camiones que hacían rutas regionales. Camiones cargados con barras de hielo de 25 kilos que a veces llegaban a sumar 6.000 u 8.000 kilos de mercancía. Era admirable ver a los trabajadores de La Providencia manejar aquellas barras, que también se cargaban en carros con mulos, se repartían por toda la ciudad y luego se cortaban con unos hierros y se hacían porciones. Había puestos específicos que vendían esas porciones: al lado de la farmacia del Quebrao , en la plaza Mayor, estaba el puesto de la señora Natalia Machacón, había otro en la plaza Marrón, que llevaba Isabel, otros en Pizarro, en las Casas Baratas...

Dar vida a La Providencia fue obra de la familia Lucas (primero Manuel, después sus hijos varones y posteriormente los nietos), pero también de todos los trabajadores que dejaron en ella muchas horas, como da fe el Libro de Matrículas que aún conserva el abogado Manuel Lucas, nieto del fundador, y que cita a sus empleados, entre ellos Joaquín Carrasco Fernández, Jesús Avila, Jacinto Lucas Calle, que fue concejal del ayuntamiento, Dámaso Sacristán, madrileño, mecánico frigorífico que trabajaba de día y de noche para atender todas las demandas...

En la zona de gaseosas trabajaron muchas mujeres: Marcelina, Angela Romero... Algunos empleados vivían en la fábrica, como Joaquín y su mujer, Ana Avila, una gran persona, que murió durante un desgraciado accidente de escape de amoniaco, gas que se usaba para enfriar y hacer el hielo. Ana permanece en la memoria de los Lucas, como el resto de trabajadores, los que aún viven y los que fallecieron. Sería imposible nombrarlos a todos.

Aguas Vivas era entonces un barrio de trabajadores, con una colonia de gitanos muy amplia. Allí vivían El Candinguero , un carnicero que en realidad se llamaba Lorenzo, y su mujer, Felipa, Juan Polo, que era herrero, Manolo Sánchez, artesano... Por allí pasaban las lavanderas camino de Hinche y los Lucas estaban siempre al tanto de ellas.

El adiós

La Providencia no fue la única fábrica de hielo que hubo en Cáceres. Había otra que estuvo en la calle San Justo y que abrieron Francisca Lucas Pérez, hija de Manuel Lucas, y su marido, Marcelino Pacheco, aunque más nombrada fue La Polar, situada donde hoy está la oficina central de Caja Duero en Virgen de Guadalupe, que regentaba el maestro y constructor José Montes Pintado, y que llegando el buen tiempo aprovechaba el bulevar para instalar mesas donde servían sus propias gaseosas.

La Providencia cerró cuando se llevaron a efecto las expropiaciones para la construcción del parque del Príncipe porque con ellas hubo que eliminar los depósitos de agua de la fábrica a los que llegaban los regatos de Hinche y La Madrila, que servían para la refrigeración de las máquinas. El empresario Angel Casado y varios socios más adquirieron el edificio y se levantó el geriátrico Parque del Príncipe.

Un Libro de Matrículas y unas fotografías atestiguan la presencia en Cáceres de aquella fábrica que, cual divina Providencia, mimó aquel manantial de Hinche, desgraciadamente hoy lleno de tierra y suciedad, que cada día hacía posible el milagro del hielo en forma de barras de 25 kilos.