La pequeña Blanca era hija de Ricardo Vila Maset, que había nacido en Canals (Valencia), donde conoció a Rafaela Bru Casanova, que aunque por accidente nació en Balazote (Albacete) su familia era igualmente de ascendencia valenciana. En Canals, Ricardo tenía un socio con el que trabajaba en la industria de la chatarra y otros materiales reciclables como trapos, papel y gomas, un negocio en expansión que aquí se introdujo de la mano de Ricardo Vila, quien al comprobar que en la ciudad podía prosperar su empresa decidió trasladarse hasta Cáceres junto a su mujer y sus seis hijos: la pequeña Blanca, Rafaela, Ricardo, Asunción, Angeles y Carmen.

Fue así como un buen día los Vila llegaron a Cáceres, donde abrieron detrás del Gran Teatro su Almacén de Hierros, Metales y Material Desechable que no solo operaba en la ciudad, también en toda la provincia puesto que Ricardo buscó empleados en los pueblos, a quienes proporcionaba un carro y un burro para que recogieran la chatarra.

El negocio de Ricardo Vila funcionaba tan bien que de Valencia se trajo Ricardo a los hermanos de su mujer con el fin de que lo ayudaran en el almacén: Antonio, el pequeño, Angeles y su marido Lorenzo (que con el tiempo pusieron una frutería en la calle Moret y que tenían un hijo llamado Lorenzo), Asunción, casada con Antonio, y Vicente, que montó una frutería en Plasencia.

Los Vila se fueron a vivir a la calle Hermandad, muy cerca de la Cruz de los Caídos. Era la de los Vila una casa grande, con salón, pasillo largo y cocina al fondo. Unos balcones daban a la calle y por detrás se divisaba una bella arboleda.

Entonces la vida transcurría felizmente. A Ricardo le gustaban mucho los niños, tenía un coche rojo descapotable y como era vegetariano por las tardes llevaba a todos sus hijos a las huertas de la Ribera: comían lechugas exquisitas y tomates deliciosos, y brincaban y reían porque era mucha la alegría que sentían.

Al llegar el verano siempre se iban a nadar a una piscina de agua limpia y cristalina que estaba al final de Antonio Hurtado. Desde allí casi tocaban las columnas de humo de los hornos de la cal que dibujaban el cielo cacereño mientras los pequeños entraban y salían del agua; y ayudados por flotadores hechos con cámaras de ruedas se tiraban al fondo de aquella profundidad azul en constante chapoteo.

La pequeña Blanca y su primo Lorenzo apenas se llevaban unos días. Habían tomado el pecho de tía o de madre indistintamente, habían pasado una infancia de brazo en brazo disfrutando del campo, de la poderosa fuerza de la naturaleza, de aquellas inolvidables fiestas vespertinas a los pies de la piscina, hasta que el 18 de julio de 1936 todo acabó, todo saltó por los aires...

Las ideas

Ricardo pertenecía a Izquierda Republicana, Rafaela y sus hermanos eran del PCE, habían hecho cuestaciones en favor de los mineros durante la Revolución de Asturias y participado en mítines en las elecciones del Frente Popular. Aquel 18 de julio fueron a buscarlos para meter al matrimonio en la cárcel. Con tan solo 10 años, Angelita, una de sus hijas, iba cada vez que podía a llevarles comida, hasta que un 22 de agosto al llegar a la prisión le dijeron que sus padres ya no necesitaban comer, que los habían puesto en libertad y que habían desaparecido. Cruel conclusión, cruel mentira. La verdad era que los habían fusilado.

Para entonces los tres hermanos mayores de la pequeña Blanca se habían marchado: Rafaela se fue a Madrid, a Ricardo lo metieron en la cárcel y luego se lo llevaron al frente, y a Asunción la ingresaron en Las Trinitarias --que decían que era un colegio especial para jóvenes descarriadas--. Entretanto las tías Angeles y Asunción cuidaban de los pequeños: Angelita, de 10 años, Carmen, de 7, y Blanca y el primo Lorenzo, de 5.

A Lorenzo, el marido de Angeles, también se lo llevaron, y Antonio, esposo de Asunción, no tuvo más remedio que salir una noche huyendo antes de que lo apresaran. La pequeña Blanca se asomó al balcón y vio salir a su tío en mitad del silencio sin saber bien qué estaba ocurriendo. Asunción no había querido marcharse con él, prefirió quedarse con Angeles y con sus sobrinos porque eran días de confusión y angustia y aquellos niños no podían quedar abandonados a su suerte.

La memoria de la pequeña Blanca se borró, se convirtió en laguna aquel año y no regresó hasta la Navidad de 1937. En ese tiempo habían dejado la casa y vivían ya en los altos del almacén de la chatarrería, sin apenas dinero, sin nada. Un día pasó una cosa muy rara, que la pequeña Blanca no sabía ni por qué pasaba: vinieron unos señores y se llevaron a sus dos tías. Los niños se quedaron solos en el almacén y una vecina apareció con un plato de sopa. Sobre una mesa había un trocito de turrón.

Apenas unos minutos más tarde vieron salir de un coche negro a otros señores. Subieron, cogieron a la pequeña Blanca, a sus dos hermanas y a su primo Lorenzo y los trasladaron al Gobierno Militar, que estaba en la diputación. Allí pasaron uno o dos días, dormían en unas habitaciones donde había unos catres, colocados bajo unos fusiles que estaban colgados en una pared. Alguien les llevó comida: una carne con sabor fuerte que estaba muy mala.

Horas más tarde abrieron la puerta de la habitación y aquellos señores volvieron: "Venga, que tenéis que despediros de vuestras tías y tú le tienes que decir adiós a tu madre" , dijeron los señores mirando al pequeño Lorenzo. Con el tiempo, la pequeña Blanca se enteró de que a sus tías les habían hecho un absurdo juicio sumarísimo, se las acusaba de participar en un complot porque aquella Navidad se tiraron haciendo juicios y dictando penas de muerte a lo menos 200 personas.

Pero entonces ni la pequeña Blanca, ni sus hermanas, ni el pequeño Lorenzo acertaban a entender qué estaba ocurriendo. Unos hombres subieron a Angeles y a Asunción. Los niños pensaron que se marchaban a algún sitio, a algún viaje. "Vamos con papá y mamá" , les susurraron las tías al oído, abrazadas a los pequeños en un abrazo que duró hasta que la puerta volvió a abrirse para luego cerrarse eternamente.

Poco después apareció una cuñada de las tías, que estaba casada con un militar y se los llevó a su casa. Vivían por la plaza de toros, era la noche del 5 de enero. Los niños se asomaron por la ventana y vieron pasar la cabalgata. Nevaba en Cáceres. Las tías ya habían caído en el paredón de fusilamiento.

Pasaron los días y al militar casado con la cuñada de las tías, le temblaban las piernas cada vez que veía a los niños correteando por su casa pensando en posibles represalias. De modo que enviaron al pequeño Lorenzo al Hospicio del San Francisco y a las niñas las dejaron en el Colegio de la Inmaculada, que estaba donde actualmente se encuentra el Colegio Mayor Francisco de Sande.

La Inmaculada tenía el aire de aquellos grotescos colegios de pensionados que relata Dickens en sus novelas. La pequeña Blanca entró en La Inmaculada asustada, helada de frío. Le pusieron una cuidadora que era coja, parecía un hombre, tenía bigote, raspaba. La pequeña Blanca le tenía pánico porque aquella mujer llamada Petra no hacía más que reñirle y darle cachetes, y tenía un risa muy desagradable.

Menos mal que había maestras muy buenas, como doña Fulgencia o doña Carmen, que era muy dulce y que se quedó maravillada al comprobar que la pequeña Blanca ya sabía leer porque el tío Antonio la había enseñado con unas letras de colores. También había algunas monjas igualmente buenas, como sor Victoria, que era gordita, o sor Angeles, que era la dulzura personificada.

Los corredores

Las niñas del colegio dormían en unos corredores, galerías enteras llenas de camas a ambos lados y una cabina al fondo donde había una cama para la monja que estuviera de guardia. Lo peor era cuando la pequeña Blanca caía enferma, que se quedaba allí sola y le daba mucho miedo.

Un día llego a La Inmaculada un matrimonio joven. Mandaron llamar a la pequeña Blanca al recibidor. La señora empezó a decirle que le compraría un vestido muy lindo. Quiso la providencia que en ese momento apareciera Carmen, la hermana de la pequeña Blanca. Tiró de ella y la escondió en la leñera. Nadie sabe cómo, pero lo cierto es que la pequeña Blanca se libró finalmente de la adopción.

En la Inmaculada las niñas iban con babi blanco, que les tenía que durar una semana. Si se meaban en la cama, las monjas les ataban la sábana al cuerpo a modo de banderola y las ponían en un rincón. Menos mal que Carmen siempre cuidaba de la pequeña Blanca y velaba para que las niñas no se burlaran de ella, o le lavaba el babi o entraba a escondidas en la cocina para llevarle un vaso de leche cada noche.

La comida era mala, con mucha grasa y mucho aceite de hígado de bacalao. Las lavaban poco, por no decir nada, en contadas ocasiones metían a las niñas en la ducha, las desnudaban, las sentaban en una silla que las monjas empujaban para evitar así que se les mojaran los hábitos. Cuando las sacaban de paseo les ponían el uniforme (azul para el invierno, blanco para el verano), que a la vuelta colocaban de nuevo en unos armarios muy altos hasta la semana siguiente.

Como solían sacarlas en fila por el Rodeo, en uno de aquellos paseos se encontraron una mañana con el primo Lorenzo, que también paseaba junto al resto de niños del Hospicio del San Francisco. Al verlas, Lorenzo abandonó la fila y se fundió en un abrazo con sus primas. Alguien llegó y los separó mientras Lorenzo, ahogado en lágrimas, no acertaba a entender por qué la vida los había separado de aquel modo.

Un día a la pequeña Blanca le salió un flemón, la llevaron al hospital de la Montaña. Los pasillos estaban llenos de camillas a bordo de hombres malheridos que venían del frente. Dos médicos salieron en ese momento de un improvisado quirófano, con sus batas blancas salpicadas en sangre y trozos de carne. No olvidó jamás la pequeña Blanca aquella escena, el olor a éter, las muletas, el rostro de uno de los enfermos cubierto por cientos de vendas.

En el colegio la pequeña Blanca era amiga de las niñas del Quemadero, de las hermanas Criado y de Antolina, que también habían matado a sus padres. Cuando Blanca salió del colegio iba los domingos a ver a Antolina hasta que uno de esos domingos no la encontró porque se la habían llevado a Piornal tras enfermar de tuberculosis. Allí murió.

Tres años

Habían pasado tres años cuando la pequeña Blanca y sus hermanas salieron de la Inmaculada. Ricardo, uno de los hermanos, regresó a salvo del frente, y otra de las hermanas, Asunción, salió de Las Trinitarias. El tío Lorenzo también volvió de la cárcel y pudo sacar a su hijo Lorenzo del San Francisco. La familia regresó al almacén que tanta felicidad les dio antes de la guerra. Lo arreglaron y dispusieron del poco dinero que quedaba en el banco.

Ocurrió que el almacén estaba lleno de chatarra, un material en auge para la fabricación de armamento. El tío Vicente también volvió, lo hizo para orientar a un joven Ricardo y a una Asunción luchadora que consiguieron hacer despegar la industria que devastó la guerra.

Rafaela, otra de las hermanas, se había quedado viuda porque su marido era republicano y lo mataron. Regresó Rafaela a Cáceres (aquí rehizo su vida, se casó con Miguel Alcántara y tienen una hija, Virginia). La familia trató de recomponerse y todos se fueron a vivir a la avenida de Hernán Cortés. La pequeña Blanca estudió en Las Carmelitas, con Amparo Alvarez, Luisa Molina... Allí le dieron clase la hermana Irene o la hermana Margarita.

Ya toda una jovencita, Blanca paseaba por Cánovas, iba al Norba y al Capitol, montaba en bicicleta, se bañaba en la Ciudad Deportiva... Valiente Blanca, superando adversidades. Y ahí es nada que en los años 50 se fue a Salamanca a estudiar Químicas. En Vinaroz, donde trabajaba, conoció a Enrique. Tuvieron tres hijos: Enrique, Ernesto y José Miguel.

Después de recorrer Madrid, Sevilla, Chile..., ha regresado con su marido a Cáceres, a su refugio, al lugar de las felices tardes de verano en la Ribera, de brazo en brazo, en el descapotable rojo de su padre, frente a la arboleda de la calle Hermandad, en las aguas de la piscina de Antonio Hurtado, años antes de aquel atlas del horror, de aquel holocausto al que la pequeña Blanca sobrevivió.