Victoriano Hurtado era encargado del Servicio Nacional del Trigo, que estaba en el solar que ahora ocupa el Hotel Extremadura, hasta que a mediados del siglo XIX se hizo con una huerta que compró a la familia Acha por 15.000 pesetas. El terreno lindaba por un lado con la ronda de Vadillo y por el otro con las Tenerías. Al llegar la República a Victoriano le expropiaron una parte de esa finca para levantar el colegio del Madruelo, al que aquí en Cáceres llamamos la Universidad del Madruelo porque todo Dios pasó por ese centro escolar.

Victoriano se casó con Francisca Rodríguez Barrios. Vivían en la calle Villalobos y tuvieron cuatro hijos: Felisa, que se casó con Antonio Espadero, que fue hermano mayor de la Montaña, Concha, que contrajo matrimonio con un Cortés, Francisca (a la que todos llamaban Frasca), que casó con un Maleno, y Pedro, que se casó con Paula Bravo, parienta de Cristina, esposa del alcalde Antonio Canales.

Victoriano y Francisca compraron dos casas más: una en Villalobos y otra en el Puente de Vadillo, que repartieron entre sus hijas. Pedro, el único varón, heredó por su parte la huerta de sus padres que a partir de ese momento los cacereños bautizarían como Huerta de los Periquenes porque a Pedro le conocían como Periquene , extensión del diminutivo Perico a Periquino y de Periquino a Periquene. Pedro Periquene y Paula tuvieron 10 hijos: José, Manuela, Andrés, Luis, Vicenta, Julio, Antonia, Victoriana, Luisa y Eusebia, que murió con 19 años.

Pedro y Paula vivieron primero en Villalobos, hasta que adquirieron una casa en la calle Trujillo y luego compraron a los Iglesias otra vivienda para hacer detrás un pajar y una cuadra, porque los Iglesias eran en aquellos tiempos propietarios de fincas de la calle Trujillo. Los Periquenes eran vecinos de los Pájaros, de los Vela (esa señora tenía una fortuna enorme), de los Poleo, los Rebollo, los Dicanes, los Viera, que tenían un taller de cerrajería, los Montero, que eran carniceros, los Cacharro, el Rosquilla, y los Domínguez Beltrán (Juan y Eulalia), que se dedicaban a cobrar las propiedades de los Iglesias.

La casa

La casa de los Periquenes tenía dos plantas, con su zaguán, su escalera alta donde se colgaba la matanza cuando del cerdo se sacaba la manteca suficiente para hacer los coquillos, que se guardaban en un recipiente de barro debajo de la cama, escondite que siempre descubrían los pequeños. Eran los tiempos en que a por agua se iba a Fuente Rocha o a Concejo para llenar el tinajero, con sus tinajas y sus vasos de porcelana o de hojalata, con su asita, que hacían los hojalateros de los botes de leche condensada. Cuando los niños llegaban de la calle metían el brazo hasta el codo en las tinajas y probaban aquel agua que sabía a pura bendición.

La huerta quedaba a 500 metros de la casa de Pedro y de Paula, a los pies del colegio del Madruelo que en plena posguerra servía de comedor social para muchos niños de la ciudad. Allí te daban leche en polvo, porciones de queso americano, membrillos o higos pasos. A los alumnos los ponían en fila para que cantaran el Cara al sol , antes de entrar a unas clases con maestros inolvidables como don Galo, don Florencio, don Francisco, don Pedro o don Saturnino, que siempre se mordía la lengua cuando le entraba el genio.

Pedro y su familia trabajaban sin desmayo en aquella huerta de los Periquenes, de una hectárea de extensión, que disponía de un molino, primero movido hidráulicamente por la fuerza del agua y después con electricidad. Hasta el molino acudían a moler los hortelanos de la Ribera de Cáceres --porque eso de Ribera del Marco es un apelativo posterior-- y lo hacían especialmente en días de lluvia.

Eran esos mismos hortelanos quienes cada sábado aprovechaban para cortarse el pelo y afeitarse en la peluquería de Blázquez antes de acudir a las tertulias en el Caballito Blanco. Entretanto, la huerta se sembraba todos los años de verduras y hortalizas que luego se vendían en el mercado del Foro de los Balbos o en la propia huerta, donde también pastaban vacas de leche, de modo que pese a la dureza de la posguerra, los Periquenes nunca llegaron a sufrir los devastadores efectos del hambre.

La huerta de los Periquenes hizo muy famoso el siguiente dicho en Cáceres: "Periquene, que te roban lo que tienes" al ser habitual que los cacereños acudieran allí en busca de membrillos o ciruelas porque la de los Periquenes fue la envidia de las huertas de Cáceres.

En tiempos de la recolección de la paja llegaban hasta la huerta carros de mulas de esos que los Santano o los Núñez usaban para hacer los portes, y los muchachos de las Tenerías, a cambio de algunas piezas de fruta, ayudaban a guardar la paja en esos carros o a pisarla para compactarla y llevarla a los pajares que los Periquenes tenían junto al molino de la huerta y en la calle Trujillo.

En esa época muchos hortelanos disponían de terrenos concedidos por el gobierno en la zona de Cáceres El Viejo, donde cultivaban el trigo y la cebada. En verano, cuando se hacían las eras en San Blas, cada hortelano tenía asignada una parte de esa era, lo que comunmente se denominaba la parva (mies extendida para trillarla). Hasta San Blas llegaban entonces los hortelanos cargados con sus haces a lomos de sus bestias y sus carros, en una estampa castiza donde las haya: la de la trilla, mientras los muchachos de todos los barrios de Cáceres corrían con alboroto para subir a bordo de los trillos cual viaje único e irrepetible.

En torno a la huerta de los Periquenes había una gran vida. En sus aledaños estaba la fábrica de curtidos, que era propiedad de Vicente y de los Civantos, que son los de la gasolinera Pasarón. En Vespas con remolque llegaban a esa fábrica montones de pieles del matadero que estaba en San Blas. Era una fábrica grande, que daba por una parte a las Tenerías Bajas sobre la Ribera, y por la otra a las Tenerías Altas, que ahora aquello se llama Ribera de Curtidores. Desde la fábrica se mandaban las pieles a toda la zona de Elche, y era frecuente que las madres llevaran allí las pieles de los borreguinos , que luego se ponían sobre las camas.

Cerca de la huerta hubo asentamientos de gitanos. Por allí vivieron también Luis, que era maestro de Talleres Galicia, regentado por Contiñas enfrente de los 15 pisos, los Salado, los Rosado, la Romualda, que tenía otra huerta, o don Miguel, al que todo el mundo llamaba El Catalán , un dandy adelantado a su tiempo, con sombrero, zapato blanco y pajarita, que acostumbraba a sentarse en el Toledo. El Catalán se dedicaba a la compra del corcho y tenía un ama de llaves muy famosa que se llamaba Jacoba. A Jacoba le dejó El Catalán toda su herencia, su magnífica casa que desde entonces se conoció en Cáceres como la Casa de la Jacoba, en la que luego vivieron como inquilinos los Torres.

A un paso de la huerta residían igualmente Rafael Cancho y Antonia, que eran porteros del Madruelo, y los Peliques, que eran como segundos porteros o ayudantes del colegio y que luego les dieron una casa en el barrio de Santo Vito. Vivió también otra familia que él era enterrador del cementerio. Cerca estaba la familia de los Castañinos, que tuvieron varios hijos, entre ellos un empleado de Correa.

A lo largo de su dilatada historia, la huerta acumuló cientos de anécdotas. En 1913, por ejemplo, coincidiendo con una de las fuertes crecidas del Río de la Madre, los empleados de la Eléctrica tuvieron que sacar a Pedro y a su hermana Frasca, a punto de caer ahogados por la fuerte embestida del agua. Luego, durante la guerra, la escuela del Madruelo se usó como cuartel para las tropas moras. Los soldados aprovechaban en ese periodo el zonche de la huerta para refrescarse en las tardes de verano. Cuentan que en uno de aquellos baños a uno de los soldados se le cayó un monedero cargado de monedas. Al cabo de los años se realizó una limpieza profunda del zonche, pero el monedero nunca apareció.

La familia

Los hijos de Pedro y Paula fueron casándose. José tuvo un hijo: Félix; Manuela tuvo tres:Eusebio, empleado de Telefónica, María y Antonio; Andrés tuvo cinco hijos: Pedro, que lleva Excavaciones y Demoliciones A. Hurtado, José, Manuel, Andrés y Montaña; Luis tuvo a Petri; Vicenta a Juan José, Julio y Paula; Julio a Antonio, Pauli, Petri y Juli; Antonia a Pedro eIsabel; Victoriana a Manolo, Jose y Petri y Luisa tuvo a Isabel, Pauli y Marisa.

Todos ellos disfrutaron de esa magnífica huerta de los Periquenes, con su célebre hato, que era una piedra del antiguo molino que servía de mesa de reunión y de tertulia en las noches de verano y primavera en los años en que los pequeños llevaban en cestas de mimbre el almuerzo a sus padres, mientras éstos se afanaban en los trabajos de la huerta: pan cortado, chicharrones en aceite o escabeche, sopas de tomate, migas, huevos fritos, deliciosos manjares comprados en el comercio del señor Román o en La Romualda.

Pedro Periquene falleció por unas fiebres malta y hoy, ya dividida en parcelas, su huerta continúa siendo propiedad de los Periquenes, aquellos que con mimo cultivaron sus ciruelas, sus membrillos, que convirtieron una hectárea situada a los pies de las Tenerías, en un vergel, en la huerta más envidiada de la Ribera de Cáceres.