El 10 de abril de 1832 se recibía en Cáceres el Real Decreto que informaba a las autoridades locales de la aparición en Europa de una enfermedad contagiosa, que habría de cambiar muchos de los hábitos sanitarios de las poblaciones y de los ciudadanos más vulnerables a sufrir sus consecuencias, el cólera-morbo asiático. Para el rey, la solución pasa por celebrar rogativas públicas en todas las iglesias para que «el todopoderoso nos libere de este nuevo y cruel azote». Al margen de las soluciones propuestas desde la corona, el poder civil inicia una carrera de obstáculos, donde la falta de infraestructura sanitaria, la carencia de recursos económicos y el estado de hacinamiento y pobreza en la que vive gran parte de la población, se convierten en retos de difícil solución. A pesar de ello, Cáceres saldría indemne de una de las últimas crisis sanitarias que viviría la ciudad. A finales del siglo XIX se padecería otra epidemia de similares características.

El cólera provocaba miedos en la población, al tratarse de una dolencia para la que no se conocía tratamiento alguno, sólo una política sanitaria fundamentada en medidas de higiene, aislamiento y cuarentenas, podía hacer frente a este problema sanitario y social. En el Diario de Badajoz del 19 de junio de 1832, se especifican los síntomas de la nueva plaga, publicados por la Real Academia de Medicina y Cirugía. Según esta institución, el cólera morbo puede atacar a cualquier persona, aunque ésta sea sana y robusta, siendo sus principales síntomas «ligera cefalalgia, vértigos, desvelo y languidez, el color de la piel se hace aplomado como térreo, los ojos pierden su vivacidad, se hallan como sepultados en las orbitas y rodeados de un círculo más o menos oscuro, las miradas son tristes, lo que se ha dado en llamar cara colérica. Se experimenta ligera sed, algún ardor hacia el epigastrio, nauseas, eructos, flatuosidades, borborigmos y retorcijones». Con esta descripción sobre la mesa, el concejo a través de la Junta Local de Sanidad dispuso una serie de medidas, que no eran nuevas en la villa, las mismas que durante siglos se habían puesto en práctica para aminorar los efectos de pestes y epidemias como la viruela o la fiebre amarilla.

Durante 1833, ante las noticias de existir brotes de cólera tanto en Badajoz como en distintos puntos de Extremadura, se procede a aplicar las añejas normas para cuidar la higiene pública. Se ordena el control sanitario de mercados, tiendas de comestibles, hospicio, cárcel, matadero, tabernas, prostíbulos teatro, iglesias y hospitales, así como la desecación de charcas y lagunas o la limpieza de calles y cloacas. Otra medida es la creación de lazaretos, para atender a aquellas personas que quisieran entrar en la ciudad sin haber pasado la pertinente cuarentena, para ello se habilitan las ermita de Santa Olalla y el convento de San Benito, donde los ingresados deben pagar 5 reales diarios, a nos ser que sean pobres de solemnidad, de cuyo pago se hace cargo el ayuntamiento. Por último, se aísla la villa por medio de tapias y puertas desde las que controlar quién y qué entra en la población. En este sentido hay que destacar la actitud irresponsable de algunos vecinos, que a los pocos días de construir las tapias ya habían realizado portillos en las zonas de Busquet, Castillo, Barrionuevo o Fuente Nueva, por lo que el aislamiento de la villa era relativo. De forma paralela se inicia una campaña de donativos voluntarios para dotar a hospitales y lazaretos de sábanas, jergones, almohadas y camas para atender a los posibles infectados. Todas estas medidas apaciguaron los efectos de una plaga que acabaría con la vida de numerosos vecinos en diferentes pueblos de Extremadura.