Sin tejados, entre escombros, llena de pintadas... Nadie podría adivinar que la vieja casa enclavada en un alto del barrio de San Blas es una ermita cuyos orígenes se pierden a comienzos del siglo XVI. Ha resistido guerras, sequías y hambrunas, pero quizás sucumba ante la indiferencia de los nuevos tiempos.

Tras veinte años de presión popular, el ayuntamiento cacereño perfiló en 2012 un proyecto adjudicado al arquitecto Francisco Serrano que iba a ser ejecutado por la Universidad Popular, pero nada se hizo.

Como cuenta Serafín Martín-Nieto, el historiador que mejor conoce esta y otras muchas ermitas, su ubicación no es casual. Está en el antiguo ejido y desde ella se dominaban los caminos reales de Trujillo y los Cuatro Lugares. El primer testimonio escrito de su existencia figura en una carta de compra de 1528, en la que la ermita servía de punto de referencia. Las noticias de su cofradía datan de finales del siglo XVI.

Sobre 1590, Sancho de Figueroa envió desde la ciudad de la Plata (Perú) 25 ducados con destino a su restauración. A partir de 1652, debido a las condiciones económicas y demográficas que atravesaba la villa de Cáceres, a las guerras y a la falta de lluvia y comida, tuvieron que hacerse cargo de la ermita los sacerdotes de Santiago.

La cofradía volvió a refundarse tras la Guerra de Sucesión, en 1726, pero durante la Guerra de la Independencia, la ermita fue utilizada por tropas francesas y españolas como puesto de vigilancia. «Maltrecha por este uso no pudo restaurarse hasta 1819. En 1821 se celebró el último cabildo», detalla el historiador. Desde entonces ha sido polvorín, techo para transeúntes y un foco endémico de infecciones sin control higiénico desde finales del XIX, sometido a cuarentenas.