La gastronomía se ha convertido en una seña de identidad cultural de las comunidades, una seña etnográfica y antropológica que nos indica orígenes y modo de vida de aquéllos que nos precedieron. A través del estudio de la gastronomía nos encontramos con el medio natural, con las raíces sociales y con la historia. La búsqueda de recursos alimenticios ha sido una constante histórica, que ha tenido mucho que ver con movimientos migratorios, conflictos sociales y lucha por la supervivencia. El bien o el mal comer siempre fue un distintivo social y económico. Existió una cocina pastoril a base de los productos más cercanos al pueblo llano, fundamentada en la carne de cerdo, el pan y todo aquéllo susceptible de ser cocinado; sopas de toda índole y contenidos, gachas, poleás, pringás, tocino, migas, garbanzos y otros productos que ofrecía el medio natural como castañas, bellotas, cardillos, espárragos, criadillas, setas, lagartos, ranas o caza, tanto de pluma como de pelo, elementos que constituían la base de la alimentación de las clases populares. Frente a ello estaba la que podemos denominar cocina monacal, culta o de palacio, que utilizaba otros manjares de acceso restringido como el jamón, la perdiz, el cordero o el faisán. En base a ello se ha edificado la denominada cocina regional extremeña.

En los tiempos que corren, donde el comer para vivir se ha tornado en un itinerario atestado de sabores, aromas, texturas, aires, espumas o glaseados y donde los productos naturales cada vez son más difíciles de obtener, no debemos olvidar la evolución de la subsistencia en ciudades como Cáceres, donde las diferencias sociales se materializaban en muchos casos en el hambre de unos y el empacho de otros. Por ello el control sobre los productos alimenticios básicos siempre estuvo más o menos reglado. Desde la Edad Media, las diferentes ordenanzas municipales nos guían por estos caminos. En 1494, sabemos que una perdiz se vendía en el mercado de Cáceres por 17 maravedís, en cambio un conejo costaba 8 maravedís, lo mismo que un par de palomas. Esta regulación que afectaba a otros productos como la miel, el pan, la carne o la leche, será una constante durante siglos. La intención, pocas veces lograda, era que no faltasen alimentos básicos para que no se produjesen levantamientos, pestes o desordenes derivados de la hambruna.

Por medio de las fuentes documentales, podemos observar los cambios que se han ido produciendo, en el ámbito culinario, a través de los tiempos. Los diferentes abastos, así como los banquetes, agasajos y comilonas nos aportan una serie de datos sobre el tema en cuestión. El 26 de abril de 1917, se realiza un homenaje al abogado cacereño José Rosado Gil, con motivo de su nombramiento como Fiscal del Tribunal de Cuentas del Reino, donde asiste lo más selecto de la sociedad local. El menú para tan significativo acto estuvo compuesto por entremeses, huevos a la turca, pollos a la cazadora, merluza a la vinagreta, rosbif de ternera con ensalada, helados, postres, vino de rioja, champagne, café, coñac y puros habanos. Ese mismo año, con un importante aumento en el precio de los alimentos básicos, el padrón municipal de beneficencia tenía 1039 familias inscritas a las que, sólo en situaciones límite, se les asignaba un pan, carne de carnero, tocino, patatas, garbanzos y aceite. Era la diferencia entre vivir para comer y comer para vivir.