Desde hace muchos siglos, los españoles hemos sido grandes aficionados al teatro y originales creadores de obras escénicas, sobre temas de amor, sobre grandes epopeyas, emociones o distorsiones religiosas y tragedias universales, que labraron la fama de autores y actores que dieron vida en muchos escenarios a personajes inolvidables. Personajes que quedarían ya como ‘emblemas’ de la escena universal.

También hemos sido cuna de ocurrentes payasos y humoristas, que llenaron con su ingenio, con sus historias y chispeantes monólogos muchas horas de nuestra niñez; cuando pasábamos las tardes ‘de ferias’ sentados en la grada de algún circo ambulante, que se plantaba en los aledaños de nuestros pueblos, para solazar y alegrar a sus gentes.

Lo que parece que no hemos sido, a lo largo de nuestra historia, es cuna de buenos políticos; y, menos aún, de buenos políticos democráticos. Primero, porque en la antigüedad, nuestra querida Península sólo fue ‘provincia’ -dominio de vencedores- o ‘colonia’ -asentamiento de campesinos-- de potencias exógenas que la ocuparon y sometieron; con lo cual no hizo falta ‘hacer política’ con sus habitantes. En épocas posteriores, porque los dioses dieron esta posibilidad a ‘caudillos victoriosos’ --siempre ungidos por fuerzas sobrenaturales-- que hicieron de estas tierras propiedades vitalicias y omnímodas de Sus Majestades o de Sus Excelencias. Lo que libraba a reyes y dictadores de tener que convencer a sus habitantes y vecinos para que les otorgaran su voto y su confianza.

Ahora, lo que sí hemos hecho a lo largo de los breves años, en los que se nos ha permitido ‘hacer política’; durante los escasos períodos de nuestra historia que hemos tenido libertad, gozando de derechos y deberes cívicos; de respetar y construir estados constitucionales, que fijaran por escrito todas estas libertades y derechos; ha sido ‘predicar’ en incontables ‘campañas electorales’ las excelencias de nuestros ‘programas’ y de nuestros ‘planes de gobierno’. Añadiendo a estas prédicas muchas gesticulaciones, ‘apariciones’ entre el ‘pueblo soberano’; en grandes ‘escenografías’ diseñadas para ‘impactar’ a los futuros votantes con músicas, luces, bailes con decorados y ‘cartelería’; diseñados como decoraciones teatrales que impactasen en las mentes ingenuas de los electores.

Como en estas ‘comedias’ tan improvisadas no estaban escritos los ‘papeles’ de cada actor, cada uno de los políticos o políticas que saliesen a escena podían gritar lo que se les ocurriera. Algunos --los menos-- se limitaron a recitar lo que les habían escrito sus ‘asesores’; lo que a los ‘politólogos’ y entendidos de ‘los medios’, le pareció aburrido, reiterativo y poco convincente. Por ello, las campañas se animaron con insultos, descalificaciones, acusaciones inventadas ‘in situ’ y otras lindezas y tópicos, de los que siempre se habían usado para acusar y condenar a los enemigos.

Acabado ya el largo periodo de ‘campañas’, promesas, mítines, ‘fake news’ y otras formas de distorsión de la realidad social y política de nuestro ‘Estado de Derecho’; es hora de hacer algunas reflexiones destinadas a un posible ‘propósito de la enmienda’, para desechar de nuestra consciencia nacional la sensación de ‘ridiculez’, de atraso cultural, de olvido del trágico pasado --que ya creíamos superado- y de visión ‘esperpéntica’ de nuestra realidad hispánica; ridiculizada y desmedrada por los mismos ‘elementos ultras’ que pretenden prestigiarla con sus tópicos y anatemas.