Dos adolescentes estaban ahogándose y comenzaron a rezar. En ese instante apareció un yate llamado ‘Amén’, empezaron a agitar los brazos y fueron rescatados. Dicen que sin espiritualidad carecemos de sentido, pero lo cierto es que de Dios cuesta hablar en público. La semana pasada una amiga me invitó a la iglesia de Fátima, que en 2012 se convirtió en la primera en Cáceres en disponer de una capilla de Adoración Perpetua, que está abierta los 365 días al año durante las 24 horas. El padre Justo Lofeuro fue entonces el encargado de poner en marcha en España este sistema sustentado por laicos y que funciona en más de 3.000 capillas de todo el mundo, la mitad de ellas situadas en los Estados Unidos y algunas de ellas en Corea.

Es cierto que hay exceso de oferta de dioses para tirar para arriba, es obvio también que nos educan en dioses y hadas, o al menos eso piensa el biólogo y divulgador, azote de las religiones, Richard Dawkins, que se reafirma en su activismo escéptico, y que opina que es perverso instruir en falsedades porque él solo cree en Darwin.

Sin embargo, mi visita a la capilla de la Adoración Perpetua me hizo dudar por un momento de Dawkins y pensar que 90 años después Azaña seguía equivocado cuando en un histórico discurso de 1931 el entonces ministro republicano de la guerra afirmaba que España había dejado de ser católica.

La de Fátima parece la iglesia obrera de cualquier barrio de Madrid. Recóndita, escondida, no tiene la majestuosidad de los grandes templos de la parte antigua. Es un lugar recogido en la calle Sanguino Michel, que pasa inadvertido entre el ir y venir de estudiantes, trabajadores y vecinos. Pero lo cierto es que dentro se fragua esa otra vida del espíritu, tan callada, tan oculta. Tuve una sensación parecida a esas casas de citas o a esas salas de juego a las que entran a diario decenas de personas y que lo hacen casi a hurtadillas, en esa frontera entre lo visible y lo invisible, temiendo ser vistas, catalagodas, acusadas de practicar algo que socialmente está mal visto, porque hoy ser católico empieza a estar infravalorado.

Sin embargo, la capilla de la Adoración Perpetua es un reguero de gente de todo tipo y condición, de cualquier edad, que se postran ante la imagen, que meditan, que rezan el rosario, algunos ven disimuladamente un whatsapp, pero lo hacen solo por unos segundos, otros leen concentrados un libro. Una joven se arrodilla, después se enjuga las lágrimas con un pañuelo. A su lado, un hombre de unos 45 años, que aparenta menos edad, viste vaqueros y camisa azul a rayas, respira profundamente mientras se persigna.

Desde el punto de vista individual, la religión tiene una utilidad como herramienta para hacer frente a la incertidumbre de la vida diaria. Y por eso, básicamente, la gente cree en Dios. Es una reflexión que va más allá de esa generalidad que dice que Cáceres es una ciudad casposa, que prima a la Virgen de la Montaña o a la Semana Santa sobre cualquier otra cosa. Qué va. Estamos hablando de algo muy diferente, nos referimos a esa necesidad imperiosa que el ser humano tiene de orar. A mí, sinceramente, me va más la religión del Padre Pacífico, para la mayoría querido <b>Pachi</b>, franciscano del Colegio San Antonio que me enseñó que «Dios está donde uno sea feliz». Pero no por ello reniego de todos los que acuden al Santísimo, con sus cuitas, sus necesidades, preocupaciones, enfermedades, desempleo, muertes de seres queridos que no han podido superar... Dice mi compañero, el periodista Javier Ortiz, que la vida está más llena de sinsabores que de alegrías; quizá porque lleva razón, lugares como la iglesia de Fátima se convierten en la vía de escape de tantos cacereños.

No sé muy bien qué es el cielo. A veces pienso que está ahí arriba, en la casa de campo de Teresa Chamorro, en la cuarta planta del Hotel Extremadura, en el puesto de fruta que Gema Galán tiene en el mercado municipal, en la camilla de la fisio Alicia Amado, o frente al ordenador de El Periódico Extremadura mientras tecleamos como afortunados fedatarios de la historia de Cáceres.

Supongo que Dios debe estar también en Mordisquitos, el bar que ha abierto Juan Manuel Femia en la Ronda del Carmen. Dicen que hay locales malditos, pero viendo lo que le ha pasado a Femia uno empieza a cavilar que las supersticiones son una gilipollez. José Manuel le ha puesto Mordisquitos a su bar porque quería huir del típico ‘Hamburguesería Pepe’. Este negocio es un sitio diverso, en él puedes ir a recoger la comida por encargo y, por supuesto, comer, cenar, beber buena cerveza, mejor vino o tomar una copa al caer la tarde. Tiene un horario diferente al resto, abre de una a cuatro y de ocho y media a once y media, o doce, según los días. Junto a Jesús Zancada gestiona este garito. Aquí preparan bocatas, sándwiches, perritos, raciones de moraga, de alitas de pollo, patatas fritas, en salsa o con carne. El espacio ha dejado de ser la cueva que caracterizaba a los anteriores y José Manuel lo ha convertido en un lugar luminoso, de moderna decoración y con logo luciendo en las camisetas. Está siendo un éxito, y no me extraña porque Mordisquitos era un personaje de la serie animada Futurama, un extraterrestre de raza nibloniana procedente del planeta Eternium. Era la cariñosa mascota de Turanga Leela que cagaba pequeñas pero super-densas pastillas redondas de materia oscura. Guardián contra los succionadores de cerebros, tenía tres ojos. Sin duda, fascinante.

Retomando el tema de la hostelería hay que decir que la ciudad tiene un filón en este sector, y buen ejemplo de ello es Bos, el restaurante tapería propiedad de la familia Rey Corchado, situado en la calle Maestro Sánchez Garrido y que yo siempre llamaré El Adarve. Por cierto, nos hemos quedado con las ganas de ver por Cáceres a Koke, que visitó el Gloss Lounge de la plaza Mayor de Trujillo. El futbolista está en el Atlético de Madrid, ese club que es como Dios: cuando se cae, siempre se levanta. Amén.