Nació en Cerezo (las Hurdes) hace exactamente 100 años y trece días pero la mente no le falla. Isabel Domínguez recuerda a la perfección las capitales de todos los países de Europa y los recita de carrerilla y entonando, como le enseñaron en la escuela. Y es que, a pesar de su edad tuvo la suerte de ir al colegio, donde don Pedro les enseñó a leer y a escribir en sus dos encerados. Aprendió a los siete años. Ella ayudaba también a sus padres en las tareas del campo e intentaba hacerlo todo antes para poder ir a la escuela: «Lloraba si no me dejaban ir», recuerda.

Después se casó con Eloy Domínguez, que era pastor, con el que tuvo nueve hijos: Moisés, Magdalena, Feli, Marisol, Victoria, Isabel, Angelita, Ana y Estrella. Dio a luz a todos en su propia casa, ayudada por sus vecinas que hacían de comadronas. Una de ellas nació sietemesina. Por su peso, a día de hoy, habría necesitado ingresar en la incubadora pero ella se la puso al pecho y en semanas consiguió que saliera adelante.

Isabel tenía tiempo para todo porque además de ser ama de casa, de ocuparse de sus hijos y de hacer de administradora en el hogar también trabajaba en el campo, donde cuidaba de las cabras. No paraba en todo el día: «No me he sentado en un sofá hasta que no me he venido a vivir con mis hijos porque no tenía tiempo». Se levantaba de madrugada y dejaba a sus hijos dormidos en la cama. «Ponía en el suelo unos colchones por si se caían y le daba una llave a la vecina para que les echara un ojo mientras me iba a trabajar», señala. Y en casa se organizaba a la perfección: «Hacía peroles grandes para todos», dice. Comían de lo que recogían en el campo: «Le quitaba las hojas a las berzas y a los nabos y a la cazuela. Comíamos muchas judías, sin judías no podíamos vivir», añade. Sigue alimentándose de verduras, pero dice que nunca le han sabido igual que aquellas.

Vivió en un hogar en el que no había ni luz ni agua corriente. Cada día acudía al arroyo para lavar la ropa, con la cesta al cuadril o en la cabeza. Y recuerda como si fuera hoy el día que pusieron la luz en su casa: «Fue Franco quien nos la puso. Cuando vimos la luz llorábamos y todo» asiente.

Se quedó viuda con 56 años. Dos años antes de que falleciera su marido la pareja decidió trasladarse a Cáceres para que sus hijos tuvieran la oportunidad de estudiar y de dedicarse a otra cosa que no fuera el campo. Pero ellos seguían teniendo las fincas. Un día, su marido fue a recoger las aceitunas al pueblo y allí cogió una neumonía de la que no logró sobrevivir. Se quedó sola, pero salió adelante. Y hasta hoy. Cumplió 100 años el 12 de febrero. Unos días antes el ya arzobispo de Toledo, Francisco Cerro, le ofreció una misa y el día 15 su familia le organizó una fiesta sorpresa. Estaban todos, sus nueve hijos y sus parejas, sus 17 nietos y sus 12 biznietos. «Fue un día triste porque no estaba mi marido», afirma. Y es que, aunque han pasado cuatro décadas, todavía le echa de menos. Es el amor de su vida.