El fenómeno social y cultural que en España se dio en llamar La Movida tuvo una repercusión notable en Cáceres. Bien es verdad que el epicentro se localizó en Madrid, pero no es menos cierto que en capitales como la cacereña se vivió con la misma intensidad aquella eclosión de música, diseño, bares y fanzines.

Hasta tal punto es así que las tres ciudades más representativas de La Movida eran, por este orden, Madrid, Vigo y Cáceres, lo que nos da idea de la efervescencia cultural vivida a lo largo de los años 80 y principios de los 90.

La Movida dejó un enorme legado cultural debido en parte a su carácter innovador, liberalizador, creativo y moderno que supo romper con la tradición de la sociedad franquista. Llegó el momento de la despenalización de la homosexualidad, una revolución sexual, los primeros anticonceptivos, el feminismo, el laicismo...

Fue un movimiento cultural que revolucionó la sociedad de los 80 y por eso el Departamento de Publicaciones de la Universidad de Extremadura ha cumplido el sueño de Paco Lobo, editor musical y uno de los grandes exponentes de este fenómeno, a través del libro ‘La Movida Cacereña’, donde 25 expertos de distintos ámbitos retratan la historia del Cáceres de las postrimerías del franquismo y el inicio de la democracia.

La obra, cuya idea original y coordinación de contenidos y producción es de Paco Lobo, supone un trabajo de 10 años que ya está en imprenta. Aborda el fenómeno de La Movida desde numerosas perspectivas al tratarse de una realidad poliédrica que presenta muchas caras, manifestaciones y representaciones. En la obra, el catedrático Isidoro Reguera expone «un discurso un tanto cheli como se merece el trance, al estilo de aquellos rollos de La Movida que nos largábamos unos a otros, desesperadamente, entre el humo y ruido de los bares, malimitando las historietas, tanto las más inocentes como las más burras».

El barullo

Dice Reguera que desgraciadamente La Movida de Cáceres se hizo famosa fuera por los desmanes del 91, cuando ya no había más movida que el plácido botellón, que comenzaba entonces; y aparte de aquel barullo, no produjo nada sustancialmente reseñable en este contexto conceptual.

Y es que a veces, «a pesar de recuerdos emotivos, La Movida parece más bien una desgracia que otra cosa. Montón de muertos por las drogas, cultura inexistente, sexo a lo tonto, como los pinchazos o los pastillones, música en general bastante cutre. He escuchado aquí en Cáceres a Alberto García-Alix quejarse de La Movida porque se llevó a muchos seres queridos, entre ellos su hermano Willy, y tampoco él mismo guarda buen recuerdo en este sentido de ella, sino una melancolía que llega a amargura profunda», asevera el colaborador.

El análisis de Reguera va más allá al asegurar que «los verdaderos héroes de La Movida son los muertos en ella y por ella o los que por ella se han quedado colgados tras ella. Héroes de La Movida, claro, no héroes homéricos, digo. Héroes dramáticos, de todos modos, héroes vencidos o zombies entontecidos: un modo de vida. Luego estaba la sana muchedumbre sin egos ni demasiado alucine, a quien no importaba más que algo que beber y algo que ligar».

La Movida ha sido mitificada por la generación siguiente. «Niños que recibieron su relato directamente de sus hermanos mayores o de sus padres jóvenes, y lo convirtieron en mito por el ascendiente de sus relatores. Mitificada por quienes no la vivieron. Gentes que en 1992 eran muy jóvenes, gentes ya de diseño y sin alma, uniformadas, domesticadas y aburridas. No desinformadas como antes, sino manipuladas. Así comenzó el camino de hoy: obligados a la corrección por el qué dirán las redes sociales, reaccionarios, no libres, liberales de mercado, buenistas de pacotilla».

El delicioso relato de Reguera habla de que «las chicas de La Movida son la tías de hoy. Tías cada vez más crecidas sobre todo por taconadas, en alzas inverosímiles, embutidas como chorizos en pantalones y blusas que les marcan todo (ejemplo: las meteorólogas de TVE), andan desnudas por cualquier parte en una segunda piel textil, mostrando todos sus poderes en sincronía: cabeza y trasero, que utilizan indistintamente a conveniencia». Entretanto, «los tíos, aparte de especímenes feminoides o de burdos machitos», aparecen «cada vez más arrugados, atontados, amadamados en musculitos, babeando o sin otro recurso en su falta de imaginación que la violencia... En fin, toda una trampa social, hasta que explote la mascarada».

Con unos o con otros La Movida ha quedado en nada, el mejor ejemplo son los bares de antaño, desaparecidos del mapa como por ensalmo: ¿qué ha sido del Extremeño, La Gata Flora, El Campesino, La Furriona, el Capitol, El Duque, la Machacona, El Cañadul, el Freddy? Efectivamente, nada. Fernando Jiménez Berrocal habla de Cáceres como aquella pequeña capital de provincias que en 1975 tenía poco más de 60.000 habitantes. En su siempre poderosa memoria de cronista enumera garitos a los que se acudía en peregrinación: El Cacharrín, El Manso, El José Luis...

Tampoco es ajeno Berrocal al Faunos de La Madrila, el local más underground de la ciudad durante décadas, aunque si hubo un sitio donde la Transición hizo parada y fonda fue el Mesón La Muralla, referente de transgresión en el Cáceres de los 70. Situado en la plaza Mayor, al frente del mismo estaba Andrés Pérez Vivas, un casareño iniciado como lechero e instalado en la capital durante los penosos años de la posguerra.

Todos los ámbitos

El libro toca todos los ámbitos, también el Urbanismo, de la mano del catedrático Antonio Campesino, que se muestra claro al matizar que «salvo la consecución graciosa de la Unesco, con imagen de marca internacional, los ‘dorados’ años 80 en Cáceres no lo fueron tanto en materia de Urbanismo y Universidad, porque si bien la vitalidad universitaria (que no La Movida) sacó a la ciudad del paletismo provinciano, en cambio las expectativas de ensamblar vida universitaria y campus interno intramuros se verían definitivamente frustradas en 1995, al canjear los burócratas el patrimonio mundial por un infecto campus eterno a la americana. Un dislate para la eternidad», sentencia.

Y qué sería del cine sin la movida o sin Pedro Almodóvar, que por cierto estudió en el San Antonio, quien indudablemente marcó un hito en el movimiento contracultural con su ‘Laberinto de Pasiones’ en 1982. La gran pantalla se movía en Cáceres, lo sabe bien el profesor de Historia del Cine de la Uex, Francisco Sánchez Lomba, que viaja hasta 1973, cuando con Fernando Turégano nació el cine club. Desde 1974 a 1982 su responsable era Juanjo Moreno Doncel. Su principal dificultad fue siempre el lugar de exhibición:

La Casa Sindical, el Gran Teatro, el Capitol, la Laboral o la sede de la Fundación Valhondo en la plaza Mayor. Continuó hasta 1987 con Manolo García Arroyo.

Lomba hace hincapié en La Machachona. «Me resulta imprescindible decir algunas cosillas -añade-. Juan Sánchez-Escobero (Juanín), Lin Mateos y Carlos F. de Castro como promotores. Ángel González como arquitecto para acondicionar el viejo local de La Posada, hicieron posible la apertura del establecimiento en enero de 1979».

Ciertamente hubo una movida cinematográfica cacereña con nombres como Carlos Guardiola, Pablo Nacarino, Tete Alejandre, Curra Durán, Ricardo Estecha o Sasa Cea. Pero no todo fueron buenas noticias. Enero de 1989 marca el final definitivo de los cines Capitol y Astoria, vendidos por la propiedad. El Coliseum se mantuvo más o menos vivo, pero en 1996 acabó cerrando. Hoy es la sede de un gimnasio low cost. Acertadamente lo expresa Sánchez Lomba: La movida bien entendida había terminado. Son cosas del DNI.