Los niños cacereños de La Ribera vieron correr la aguas cristalinas en los años en que los hortelanos sembraban el trigo y la cebada. Ellos mimaban el cauce, las márgenes del río y cuidaban la tierra. Cuando se marcharon, las zarzas lo engulleron todo. Aquellos niños fueron testigo de la llegada a San Francisco de Victoriano Pérez, que abrió su herradero en este barrio situado a las orillas del Marco.

Era el herradero el lugar en que se realizaba la marca del ganado, con su fachada de puertas grandes por las que entraban en carretas los animales, y el potro al que se agarraban los toros en espera del hierro al rojo. Ilustraba aquella fachada un caballo al que estaban herrando y una vez al año o cada dos años Labiana pintaba y barnizaba con mimo esa fachada cuya parte superior aparecía engalanada con tres macetas grandes. Era un magnífico escaparate ante el ir y venir de caballerías, la de los Núñez entre ellas, compuesta por mulas falsas que se usaban para transportar materiales de las obras.

Al llegar la feria de Mayo se formaban en el herradero de Victoriano largas colas, la mayoría de gitanos que venían de los pueblos a lomos de sus bestias. Victoriano herraba entonces tantísimo que en la feria siempre hacía el agosto y sacaba el dinero suficiente para mantener a sus seis hijos. Victoriano era un hombre habilidoso que compraba las barras de hierro, estrechas y largas, en los almacenes de Gabino Díez; las cortaba a trozos y las ponía en su fragua al calor del carbón de brezo.

Los niños crecían y se convertían en jovencitos, paseaban por Pintores y tras el paseo acudían al Herradero. Cuando sus dueños terminaban de herrar a las bestias, les pedían el corralón para hacer el baile. El Herradero estaba en la calle Hernández Pacheco, donde ahora está el taller mecánico de los hermanos Denche, por debajo del Bar La Chimenea, que antes fue un comedor de Auxilio Social. Al Herradero se llevaban los muchachos al señor Manolo, que era broceño y trabajaba en la ONCE después de haberse quedado ciego cuando le alcanzó en los ojos una escopeta de balines. El señor Manolo tocaba el acordeón, así que amenizaba como nadie aquellos inolvidables bailes.

San Francisco tenía entonces una gran vida. Allí estaba la fábrica de harina de don Antolín, y también la de Casillas, justo enfrente; y la de aceite en el Rodeo. Don Alvarito tenía una tienda de comestibles en la plaza de las Claras, y en el puente estaba la de Pepe García, la de Agustín... En aquellas fábricas trabajaba mucha gente, entre ellos Paco Castellón, que era mecánico de don Antolín; y un herrero muy bueno que te hacía copias de llaves y que estaba empleado con Casillas.

El chalet de los Vioque

El chalet de los VioquePrecisamente, al lado de la fábrica de Casillas, donde ahora está el parque de Fuente Fría, se levantaba el chalet de los Vioque, que tenía varios trabajadores para atender las huertas y disponía hasta de piscina. En aquel barrio se crió Andrés Burgos, hijo del célebre fotógrafo cacereño, que lleva 20 años reivindicando una acción global para recuperar la Ribera desde su responsabilidad como presidente de la Asociación de Vecinos de San Francisco

Recuerda Burgos aquellas décadas de la recolección de la paja, cuando hasta las huertas llegaban carros de mulas de esos que los Santano o los Núñez usaban para hacer los portes, y los muchachos de las Tenerías, a cambio de algunas piezas de fruta, ayudaban a guardar la paja en esos carros o a pisarla para compactarla y llevarla a los pajares que la familia cacereña de los Periquenes tenían junto al molino de la huerta y en la calle Trujillo.

En esa época muchos hortelanos disponían de terrenos concedidos por el gobierno en la zona de Cáceres El Viejo, donde cultivaban el trigo y la cebada. En verano, cuando se hacían las eras en San Blas, cada hortelano tenía asignada una parte de esa era, lo que comunmente se denominaba la parva (mies extendida para trillarla). Hasta San Blas llegaban entonces los hortelanos cargados con sus haces a lomos de sus bestias y sus carros, en una estampa castiza donde las haya: la de la trilla, mientras los muchachos de todos los barrios de Cáceres corrían con alboroto para subir a bordo de los trillos cual viaje único e irrepetible.

En torno a la huerta de los Periquenes había una gran vida. En sus aledaños estaba la fábrica de curtidos, que era propiedad de Vicente y de los Civantos. En Vespas con remolque llegaban a esa fábrica montones de pieles del matadero que estaba en San Blas. Era una fábrica grande, que daba por una parte a las Tenerías Bajas sobre la Ribera, y por la otra a las Tenerías Altas, que ahora aquello se llama Ribera de Curtidores. Desde la fábrica se mandaban las pieles a toda la zona de Elche, y era frecuente que las madres llevaran allí las pieles de los borregos, que luego se ponían sobre las camas.

Los niños que vivieron el esplendor de la Ribera reclaman acabar con su decadencia mientras las últimas lluvias siguen regalando estampas de cascadas que parecieran el Jerte o La Vera; pero no, las tenemos aquí al lado, en la bella Cáceres.