Durante los próximos días el Valle del Jerte se convertirá en cita obligada para numerosas personas deseosas de gozar del espectáculo de la floración del cerezo para alivio y alegría de bares, restaurantes y casas rurales. Sin embargo no todo el mundo está contento. En concreto, el buitre leonado estaba bastante enfadado: «¿Te has dado cuenta? La gente solamente viene a ver los cerezos. Mira, te voy a enseñar lo que se pierden. A ver si tú lo cuentas y te hacen caso». Monté en su grupa y asido a su collareja blanca nos elevamos sobre los robles melojos para seguir el discurrir del Jerte que saltando sobre los cantos rodados llamaba a sumarse a su curso a las gargantas, Becedas, Papuos, san Martín, hasta que se tranquilizaba allá por Cabezuela. Un cuervo muy elegante con su traje negro pasó bajo nosotros y tras él un multicolor martín pescador que acaso buscaría ente las oquedades de las gargantas el brillo de las motas rojas de la trucha.

Decenas de arrendajos, con su bigotera afeitada y su moño atusado, revoloteaban en torno a los árboles frutales mientras en el suelo paseaba incansable un zorro plateado. De vez en cuando acompañaba nuestro vuelo un alimoche con su cara anaranjada. Amablemente, el buitre descendió un poco para que pudiera gozar de la visión de las flores púrpuras de la rosa de Alejandría y a unos metros, en los humedales, los cinco pétalos de la flor del majuelo. Me urgía a fijarme en el zig zag negro que recorría la espalda de la víbora, en la cresta de la abubilla y en la cola que redondeaba a su voluntad el mochuelo.

El acebo afilaba sus dientes mientras bajo el castaño se cobijaba un huraño jabalí que no hacía caso al cuco. Quedé extasiado ante tan variada belleza pero los millones de flores blancas y rosadas que inundaban el valle se imponía por su multitud, su elegancia y sencillez. Para tratar de apaciguar al buitre le dije: «¿No crees que Pan, dios de la fuerza de los animales y de la fecundidad, ha convertido al cerezo en el rey de la más bella de las comarcas?».